Ivan Jablonka consigue en Laëtitia o el fin de los hombres (Anagrama) reivindicar a la víctima y gracias a una gran investigación nos regala un texto brutal
Origen: Laëtitia o el fin de los hombres – Ivan Jablonka – Zenda
Textos
Cuando Laëtitia tenía tres años, su padre violó a su madre; luego su padre de acogida abusó de su hermana; ella misma no vivió más que dieciocho años. Estos dramas nos recuerdan que vivimos en un mundo donde se insulta, se acosa, se golpea, se viola y se mata a las mujeres. Un mundo donde las mujeres no terminan de ser sujetos de pleno derecho. Un mundo donde las víctimas responden a la saña y a los golpes mediante un silencio resignado. Un fenómeno a puertas cerradas, tras el cual siempre mueren las mismas.
En la vida de Laëtitia hay tres injusticias: su infancia, entre un padre violento y un padre de acogida abusador; su muerte atroz a los dieciocho años; su metamorfosis en suceso, es decir, en espectáculo de muerte. Las dos primeras injusticias me dejan en un estado de impotencia y desolación. Contra la tercera, se indigna todo mi ser.
Como hombre en el sentido masculino del término, la sensación es aún peor. Si a veces experimento cierto malestar cuando estoy con Jessica, es porque soy hombre y porque los hombres, a lo largo de toda su vida, le han hecho daño. Los hombres son esos que resuelven las peleas con un cúter, que te desarman a puñetazos, que eyaculan en el papel de cocina que debes sostenerles, que te apuñalan y te quiebran el cuello como a un pollo. Para ellos, eres un objeto de placer o un punching ball. O bien los hombres son los ministros, los dirigentes, los que hablan en la tele, que saben, que mandan, que tienen razón, que hablan de ti, sobre ti, en ti, a través de ti. Al final, siempre son los hombres los que ganan porque hacen lo que quieren contigo. Por primera vez, tuve vergüenza de mi género.
A menudo pienso en Jessica. Tiene miedo de todo; de su padre, de volver a su casa sola por la noche («con todo lo que se oye»), de fumar, de beber, de salir de fiesta: la última vez que su hermana bebió una copa de champán le costó la vida. Quisiera ayudarla, cobijarla, respaldarla, llevarla a Ikea para que se compre un somier y muebles, darle como a nuestros hijos suficiente fuerza para seguir el camino sola. Pero Jessica no necesita a nadie. Ante algún golpe duro, tendría a sus padres, sus tíos, su tutor, su abogada, sus colegas, sus novias, sus amigas de La Bernerie. Jessica necesita tan solo a su hermana, y su hermana descansa, en seis pedazos, debajo de un mármol rosado. La gemelaridad es un equilibrio infinitamente sutil: sin la «débil», la «fuerte» se encuentra perdida.
