Tal vez valga la pena preguntarse si, dada la situación actual de este planeta, existe algo en virtud de lo cual los escritores puedan ser de utilidad.
Por casualidad encontré hace poco la siguiente nota suelta de un autor anónimo. Lleva la fecha 23 de agosto de 1939, es decir, una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Y su texto es como sigue: «Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, podría impedir la guerra.»
¡Qué absurdo!, nos decimos hoy en día, sabiendo lo que desde entonces ha ocurrido. ¡Qué pretensiones! ¿Qué hubiera podido impedir un individuo solo? ¿Y por qué justamente un escritor? ¿Existe acaso reivindicación más alejada de la realidad? ¿En qué se diferencia esta frase de la retórica hueca de quienes con sus frases provocaron conscientemente la guerra?
La leí irritado y la copié con indignación. He aquí, pensé, una muestra de lo que más me desagrada en la palabra «escritor», esa fanfarronería que ha desacreditado tanto esta palabra.
Pero, en los días que siguieron, me di cuenta de que la frase se negaba a abandonarme, como si sólo estuviera en mi hallarle algún sentido. Su manera de empezar era extraña: «Ya no hay nada que hacer», expresión de una derrota total. No obstante, la auténtica frase: «Pero si de verdad fuera escritor, podría impedir la guerra» contiene, examinada más de cerca, todo lo contrario de una fanfarronada: es la confesión de un fracaso. Y también la confesión de una responsabilidad donde menos cabría hablar de responsabilidad.
En esta frase, alguien que piensa sinceramente lo que dice se vuelve contra sí mismo. No fundamenta su pretensión: renuncia a ella. En su desesperación por lo que ha de llegar muy pronto se acusa a sí mismo, no a los verdaderos causantes a quienes sin duda conoce perfectamente, pues de lo contrario pensaría de otro modo sobre el futuro. El origen de mi irritación inicial era, pues, uno solo: la idea de aquel individuo sobre lo que debía ser un escritor, y el hecho de que él mismo se considerara como tal hasta que el estallido de la guerra echó por tierra todos sus ideales.
¿Qué valor puede tener para los otros esta aceptación de una responsabilidad ficticia? En mi opinión, todos toman más en serio lo que un hombre se impone a sí mismo que lo que le viene impuesto por la fuerza. Si la palabra escritor ha sido mal vista por muchos, ello se debía a que la vinculaban a una idea de figuración y falta de seriedad, a la idea de alguien que se margina para no comprometerse demasiado. La combinación de aires de grandeza y de fenómeno estético.
Mientras haya gente que asuma esa responsabilidad por las palabras y la sienta con la máxima intensidad al reconocer un fracaso total, tendremos derecho a conservar una palabra que ha designado siempre a los autores de las obras esenciales de la humanidad, obras sin las cuales no tendríamos conciencia de lo que realmente constituye dicha humanidad.
Hasta el siglo pasado, todo el que se interesara por este aspecto del ser humano, uno de los más específicos y misteriosos —el don de la metamorfosis—, tenía que atenerse a dos obras fundamentales de la Antigüedad; una tardía: las Metamorfosis de Ovidio, recopilación casi sistemática de todas las metamorfosis conocidas por entonces, míticas y «sublimes», y otra temprana: la Odisea, centrada sobre todo en las metamorfosis y aventuras de un hombre llamado precisamente Odiseo. Éstas culminan en su retorno al hogar disfrazado de mendigo, el estrato más ínfimo que cabía imaginar, y la perfección en la simulación lograda aquí no ha sido igualada ni, menos aun, superada por ningún escritor posterior.

(De «La conciencia de las palabras»)