Una obra es hermosa porque hace vivir; no hace vivir porque sea hermosa. Considero “inventor de realidad” al novelista que ha creado un orbe propio en el cual reconozco al mundo externo; al forjador de una épica sustentada en elementos y alimentos terrestres, que fija el transcurrir del tiempo en que vivió y, asimismo, revele aspectos diarios de nuestro viaje “real” sobre la Tierra.
Por su grandeza, el narrador hizo ingresar, más al mundo que a la literatura, algunos seres que están ahora con nosotros o que hallaremos en un espejo o en algún sito de nuestra existencia. Acaso el sencillo, humano, vivo, admirable Tolstoi sea el mayor novelista que ha existido. En sus páginas pude hallar una esperanza inagotable para mi vocación; mas creo justo decir que él —y todo hombre que encierre y redescubra el universo— puede ser un “ejemplo” pero nunca un “modelo”.
Por encima de estas trivialidades e insistencias, hoy —en México, en 1960— para alguien que comienza un oficio humilde, necesario, Tolstoi representa lo verdadero y lo absoluto: Sus novelas, no hay duda, son las grandes novelas más actuales. Ojalá estas palabras expresen su eternidad, su cercanía.
