Lectura: «El lugar». Annie Ernaux

Cada libro de Annie Ernaux nos conduce, sin tapujos ni sentimentalismos, a compartir, en lo más hondo, las experiencias y emociones más intransferibles de una mujer, que gracias al talento literario de la autora se convierten en vivencias universales. Ernaux se dio a conocer con El lugar —ganadora del Premio Renaudot en 1984—, una narración intimista, descarnadamente autobiográfica, que abre mediante la escritura un camino hacia el conocimiento del ser humano.

En abril de 1967, la narradora, por entonces una joven aspirante a profesora de secundaria, supera el examen de capacitación en un liceo de Lyón para mayor orgullo de su padre, propietario de un pequeño comercio. Para él, proveniente del durísimo medio rural de sus abuelos, esto significa otro paso adelante en su difícil ascenso social en una ciudad de provincias. Sin embargo, poco le dura esta satisfacción, ya que fallece dos meses después. Padre e hija polarizarán dos perfiles sociales, pues ambos han traspasado sus respectivos «lugares» dentro de la sociedad. El lugar se centra, pues, no sólo en los complejos y prejuicios, los usos y las normas de comportamiento de un segmento social de límites difusos, cuyo espejo es la culta y educada burguesía urbana, sino también en la dolorosa incapacidad de hallar el espacio propio que la sociedad tiene prefijado a cada individuo.

Lecturalia


Textos

No me acuerdo del médico de guardia que certificó la defunción. En unas Horas, el rostro de mi padre se hizo irreconocible. A última hora de la tarde me quedé sola en la habitación. El sol se filtraba a través de las persianas sobre el linóleo. Ya no era mi padre. La nariz se veía desproporcionada en aquella cara hundida. El rostro del hombre con grandes ojos abiertos y fijos de la hora siguiente a su muerte ya había desaparecido. Y tampoco este otro rostro volveré a verlo.


Así que empecé una novela en la que él era el protagonista. Sensación de asco a mitad de la narración.

[…]

Poco después me doy cuenta de que la novela es imposible. Para contar una vida sometida por la necesidad no tengo derecho a tomar, de entrada, partido por el arte, ni a intentar hacer algo «apasionante», «conmovedor». Reuniré las palabras, los gestos, los gustos de mi padre, los hechos importantes en su vida, todas las señales objetivas de una existencia que yo también compartí. Nada de poesía del recuerdo, nada de alegre regocijo. Una forma de escribir liaría es la que me resulta natural, la misma que empleaba en otro tiempo para escribir a mis padres y contarles las noticias más importantes.


Escribo despacio. A medida que me esfuerzo en desvelar la verdadera trama de una vida dentro de un conjunto de hechos y de decisiones tengo la sensación de que pierdo el verdadero rostro de mi padre. El retrato tiende a ocupar todo el espacio; la idea, a avanzar por sí sola. Si, por el contrario, dejo deslizarse las imágenes del recuerdo, vuelvo a verlo tal como era, su risa, su forma de andar, me lleva de la mano a la feria y las norias me aterrorizan; todas las señales de una condición compartida con otros me resultan indiferentes. Una y otra vez me obligo a apartarme de la trampa de lo individual.

[…]

Desde luego no siento ningún placer al escribir, en este empeño por mantenerme lo más cerca posible de las palabras y las frases oídas, resaltándolas a veces con cursiva. No para indicarle al lector un doble sentido y ofrecerle la satisfacción de una complicidad, que yo rechazo en cualquiera de sus formas, nostalgia, patetismo o burla. Simplemente porque esas palabras y esas frases dibujan los límites y el color del mundo donde vivió mi padre, donde también viví yo. Y donde jamás una palabra se tomaba por otra.


Dormía siempre en camisa y camiseta. Se afeitaba tres veces a la semana, en el fregadero de la cocina, sobre el que colocaba un espejo, se desabrochaba los primeros botones de la camisa y yo veía su piel, muy blanca a partir del cuello. La instalación de un cuarto de baño, señal de riqueza, empezó a generalizarse después de la guerra, y mi madre hizo poner uno pequeño en la planta de arriba, él jamás lo utilizó y siguió lavándose en la cocina. En el patio, en invierno, escupía y estornudaba a sus anchas.

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