Lectura: «El asedio de Troya». Theodor Kallifatides

 Theodor Kallifatides: El asedio de Troya | El Imparcial

El escritor griego afincado en Suecia nos propone una brillante novela, que es no solo atractiva relectura de la “Ilíada” homérica, entrelaza

Origen: Theodor Kallifatides: El asedio de Troya | El Imparcial


Textos

Al día siguiente volvieron a sonar las sirenas, aunque un poco más tarde. Aquella vez, el batallón alemán estaba preparado y los cañones antiaéreos obligaron a los pilotos ingleses a mantenerse más arriba. Las bombas caían aleatoriamente y otra vez buscamos refugio en la gruta. Sin pensarlo, ocupamos los mismos puestos que la vez anterior. La Señorita nos miraba sonriente. Entrecerré el ojo izquierdo y fingi que su sonrisa iba dirigida sólo a mí. «Bueno, ¿con qué nos ponemos hoy?», preguntó para meterse con nosotros. Sabía exactamente lo que queríamos y prosiguió con la historia:


Corrí a la escuela, donde la Señorita estaba preparada para continuar con el relato sobre la otra guerra, la que libraron troyanos y griegos, que por entonces se llamaban aqueos. Justo entonces, volvieron a oírse las sirenas y el estruendo de los aviones. Corrimos hasta la gruta justo cuando las bombas empezaban a caer.


Esto no fue muy inteligente. Ulises hirió mortalmente a uno con la lanza, pero el dardo del otro le atravesó el escudo y se le clavó entre las costillas. El dolor era agudo y Ulises cayó arrodillado, al mismo tiempo que advertía que la herida no era mortal. También el atacante se dio cuenta y se giró para escapar, pero Ulises logró hicarle la lanza en la espalda de tal manera que la punta salió por el otro lado. El hombre siguió corriendo unos metros, para luego entregarse a la negra muerte. También Ulises tenía problemas. Tan sólo era cuestión de tiempo que sucumbiera, y gritó pidiendo socorro tan alto como pudo. Chilló tres veces y Menelao lo oyó pese al fragor de la batalla. Él y Áyax corrieron en su ayuda. Lo encontraron en su hora última, cuando sus fuerzas tocaban a su fin. Áyax cubrió con su enorme escudo a Menelao mientras este se llevaba a Ulises. Cuando hubo terminado, se cebó con los troyanos, acabó con todo aquello que se interponía en su camino, hombres y caballos, y los demás huyeron atemorizados.


Habían asesinado al coronel alemán en una emboscada, no muy lejos del pueblo, junto a un puente viejo —⁠muy viejo⁠— que salvaba el torrente. El lugar era ideal. El puente era tan estrecho que el descapotable del coronel tuvo que aminorar considerablemente la marcha. A él ya su chófer los mataron al instante. Sus escoltas reaccionaron de inmediato. Se había visto en situaciones parecidas. Dispararon a dos miembros de la resistencia, y un tercero logró escaparse.


A lo lejos vieron a los ejércitos abalanzarse uno contra otro bajo la temprana luz del día. El polvo se arremolinaba, los caballos relinchaban, la infantería gritaba. Aquiles iba al frente de todos los aqueos, ansioso por vengar la muerte de Patroclo. Héctor se mantenía entre los suyos. El instante en que ambos ejércitos se atacaron fue espantoso. El aire se llenó de ruido. Metal contra metal, hombre contra hombre, vida contra vida.


Ambos ofrecían un espectáculo soberbio. Héctor con sus oscuros rizos y sus apasionados ojos negros como el carbón, Aquiles con su largo cabello claro y los ojos amarillos como los de un gato. Erguidos, de anchas espaldas y estrechas caderas. Si al dios del arco le quedaba algo de razón en el cerebro, dejaría que ambos vivieran. Pero no fue así.

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