
«Un libro terrible, históricamente insoportable.» Bernard Pivot
«Una serie de escenas entretejidas por una escritura brillante. Bajo la pluma de Éric Vuillard, los personajes históricos son seres de carne y hueso; los oímos respirar, los vemos sudar.» Pierre Assouline
«Doscientas páginas apretadas como puños listos para golpear. En cada uno de sus libros, Éric Vuillard escenifica un episodio de esta eterna guerra de los poderosos contra los débiles, a veces con énfasis, siempre con una ira fría y metódica.» Elisabeth Philippe, L’Obs
Uno de los conflictos modernos más prolongados del siglo xx fue la guerra de Indochina, y sin embargo apenas se le ha prestado atención. Una salida honrosa narra cómo, por un revés sin precedentes de la historia, dos grandes potencias mundiales, Francia y Estados Unidos, fueron derrotadas por un pueblo pequeño, el vietnamita, y nos introduce en la cadena de intereses que conducirá al desastre. En escenas memorables, Éric Vuillard nos acerca tanto a los explotados recolectores del caucho como a los generales que guiaron la contienda, mientras describe una inquietante comedia humana. ¿Cómo reaccionaron los políticos? ¿Qué secretario de Estado estadounidense propuso utilizar la bomba atómica para solucionar el conflicto? ¿De qué habló un alto mando del ejército francés, apóstol del napalm, en la televisión norteamericana? Y, bien pensado, ¿preferimos el confort de la ficción al vértigo que nos provoca la realidad? Lo cierto es que la guerra de Indochina nos permite entender cómo hoy, en Afganistán, en Mali, en cualquier lugar, seguimos buscando en vano una «salida honrosa».
(Contraportada)
Textos
El presidente se abotonó la chaqueta, como, por una especie de reflejo condicionado, acostumbran a hacer los hombres de negocios y los políticos. Los obreros, los empleados de Correos, los ferroviarios, los que manejan las grúas nunca se abotonan la chaqueta, se meten las manos en los bolsillos, a la altura de las caderas, y dejan que las alas de los mandiles les tapen los codos. Pero es que los hombres de negocios y los políticos tienen problemas de abultamiento, de redondez. La culpa la tiene en parte la edad, pero la causa principal de esta deformidad es el salario, los sobresueldos, los sobornos.
No queremos imaginar lo que supone ser alcalde de Lyon tantos años. No queremos imaginar cuánta malicia, cuánto apretón de manos, cuánta habilidad, astucia, marrullería, cuánto adversario apuñalado supone eso; no, no queremos imaginar cuántos cadáveres deja tras de sí una persona como Édouard Herriot, cuánta carroña, cuántos compañeros sacrificados, cuántas carreras truncadas se necesitan para que solo un hombre, un hombre gordo como él, pueda subir los escalones de la alcaldía de Lyon e instalarse medio siglo en el trono.
El almirante Charner remonta el Mekong con una flota de varios cañoneros, en un minuto. El emperador de Vietnam pide la paz en dos segundos, y un minuto después los franceses ocupan Indochina. Pero no la ocupan más que un minuto, pues al minuto siguiente llega Ho Chi Minh y proclama la independencia. Y es la guerra, que dura un minuto, y ahora estamos en los ultimísimos segundos de este gran segmento de vida, en la tarde del sábado de la creación, momentos antes de que el sol se ponga. De pronto, a las cinco y media, un enorme estruendo pulveriza el silencio. Ya no son solo disparos aislados, es un martillazo que abre la cabeza. Filas de hombres corren con la cabeza gacha, ¡qué despertar! Rápidamente se meten en los túneles, corren entre el polvo, y por doquier todo se sacude, todo explota, vuelan los cables, se hunden los techos, se derrumban los refugios. En unos instantes, todo el campo atrincherado se convulsiona. Ya no parece un gigante correcto, posado en medio de la jungla, acabado. Todo son escombros, bombardean horriblemente el campamento. Cada tres segundos, el suelo tiembla, llueve tierra. Beatriz deja de existir.
Cuando se produjo el desastre de Cao Bang, el banco ya no tenía presencia allí, Indochina no era más que una cáscara vacía, una apariencia de colonia; lo había comunicado tranquilamente al consejo de administración tres meses antes de aquella primera derrota, tres meses antes de los cinco mil muertos. Y ahora que la guerra había acabado, que estaba perdida, el banco gozaba de una salud insolente, era su mejor año, con un beneficio neto de setecientos veinte millones y unos dividendos que no dejaron de crecer durante la guerra y que, ese último año, se habían triplicado. «Es realmente increíble», murmuró Minost contoneándose; se acarició la gran perla negra que llevaba prendida en la corbata y se retorció nerviosamente el bigote.
Y cuando subió los escalones de la bella escalinata y reparó de pasada en las guirnaldas de piedra que se enrollaban a los jarrones, ya pensaba en otra cosa. Solo había olvidado decirse una cosa: que, al final de esa lógica, que era la de todos nosotros, claro, la que adoptamos junto con el privilegio de no ser vietnamita, argelino ni obrero, en ese juego perfectamente acorde con el espíritu que rige hoy el mundo, había que aceptar la idea de especular con todo, de que nada podía excluirse de antemano de la esfera de las cosas, de que solo a ese precio podía uno enriquecerse y de que en aquella ocasión única y terrible, la guerra, ellos, él y los demás miembros del consejo de administración habían especulado con la muerte.