
Textos
Él cogió la copa y bebió. Su mano y su brazo se deslizaron con fluidez hacia arriba siguiendo un hábito abandonado durante mucho tiempo, pero nunca olvidado, un hueco imposible de llenar. Era un inválido en recuperación que estiraba y flexionaba músculos agarrotados durante un largo periodo, con cautela al principio y luego con una sorpresa placentera por la facilidad y familiaridad de los movimientos. El vino era demasiado añejo; demasiado añejo y demasiado frío. No le importó. Estar sentado a una mesa con una copa en la mano. La luz de abril en la ventana. Esa mujer. Y la luna diurna, su talismán. Todavía se ve a través de un pequeño cristal en la esquina superior de la gran ventana, una moneda de oro blanco repujado, delgada como una oblea, transparente en apariencia, con la cara de un emperador borracho estampada. Tiene la sensación de que algo dentro de él, un homúnculo encorvado, solloza y llora con amargura mientras él no vierte ni una lágrima. Es práctico disponer de un hombrecillo interior que haga su duelo por él. Deberíamos haber concedido uno a todo el mundo. ¿O acaso lo hicimos?
Ivy es demasiado alta y demasiado delgada, y tiene una maraña de pelo canoso en la que un pájaro podría construir su nido. Posee un alma gentil, pero su corazón se ha convertido en un sequedal. Desprende una mezcla de olores, a polvo de la casa, a agua de fregar y a los cigarrillos baratos que su pretendiente, que la ha pretendido ya muy tarde, se empeña en fumar en su presencia aunque sabe —o quizá por eso— que a ella le molesta, y también a algo tierno y amable, el aroma del viejo y dulce no sé qué del amor de un pasado lejano. Ivy es una criatura fuera del tiempo.
Estoy de nuevo en la Sala del Cielo, sentado a mi mesa, se supone que trabajando. Fuera el día declina; dentro también. Lo que debería descalificarme como biógrafo, lo que debería descalificarme como cualquier cosa, es la incapacidad de aceptar este mundo ignorante por lo que es y, de la misma manera, o más, a las personas de las que el mundo está plagado. Son muy pequeñas y llegan muy tarde. Sin embargo, oigo el viento en una grieta de la ventana, un sonido tan apagado que es casi inexistente, un silbido apenas audible pero agudo, una cancioncilla como la que Josefina la Ratona Cantora habría entonado detrás del revestimiento de madera de la pared, plantada delante de su pueblo, y llamo a los otros, a todos los otros sucesivos que estarán aquí cuando yo me haya ido y para quienes el aire volverá a silbar, quizá, como este del atardecer, en la luz menguante, y me digo que a pesar de todo, incluso con pruebas tan insignificantes, no es posible que todo sea en vano.
Y, sin embargo, con Helen se produce un efecto extraño, que no sé si solo se da en mí o si es común a cuantos se enamoran loca y perdidamente. Llevaba hasta tal punto en la mente el pensamiento de Helen, la idea de ella, le había dado tantas vueltas en la cabeza que, cuando la real apareció en la cocina irrumpiendo como la luz, apenas la reconocí. O no, no es eso, no del todo; es decir, es y no es. La imagen de Helen, el concepto de ella que había retenido en la cabeza eran tan vivos e intensos que casi me bastaban, de modo que ella misma, en carne —su anhelada carne — y hueso, casi parecía estar de más. ¿Tiene sentido? Sé que lo que digo da a entender que para mí ella no estaba allí, no en su integridad, a pesar de que lo que había allí era manifiestamente ella, el ser vivo que respira. Mis palabras son patosas hoy.