La ciudad de los vivos y de los muertos. Antonio Muñoz Molina
Con la ayuda de un cómplice, el hijo ha matado a alguien, y no ha sido un atropello: lo han torturado durante horas
Origen: Antonio Muñoz Molina: La ciudad de los vivos y los muertos | Babelia | EL PAÍS
Textos
Manuel se abrió paso entre los familiares, llegó hasta el ataúd de su tío. Quieto mientras observaba el cadáver, se prometió tomar una decisión antes de la noche. Saber. Saber mientras los demás no sabían. La sensación era nueva. Manuel sabía cuando su madre le aconsejó que se cambiara de pantalones; sabía en el coche, sentado junto a su hermano; lo sabía ahora en la capilla ardiente. Sabía lo que los demás ni siquiera podían imaginarse. Acostumbrado a acatar las decisiones ajenas ahora era él quien podía decidir. Pocas palabras. Bastaría solo con pronunciarlas para cambiar la vida de todos ellos.
En un mundo que creemos sustentado sobre bases demasiado materiales, nos cuesta un gran esfuerzo pensar que la palabra conserva sus poderes mágicos. Sin embargo, algunas frases sencillas pronunciadas por Manuel los habían lanzado de cabeza a una pesadilla. Se encontraban a doscientos kilómetros de casa, parados en un área de descanso. En cualquier momento podría pasar el coche fúnebre con el cadáver del tío dentro. El viento frío los azotaba. Manuel acababa de acusarse a sí mismo de asesinato. Y, a pocos pasos, sin saber nada de nada, estaban el abuelo, la abuela y la madre del presunto asesino.
Ningún ser humano está a la altura de las tragedias que se le infligen. Los seres humanos son imprecisos. Las tragedias, piezas únicas y perfectas, parecen talladas por las manos de un dios en cada ocasión. El sentimiento de lo cómico nace de esta desproporción.
Esa noche, sin embargo, en la décima planta de via Igino Giordani, parecía que toda la desesperación, el despecho, la arrogancia, la brutalidad, la sensación de fracaso que reinaba en la ciudad, se hubieran concentrado en un único punto.
—Cuando era pequeño —le dijo Marco Prato al fiscal—, a veces me iba a la cama y rezaba. Rezaba para que, por la mañana, mágicamente, pudiera despertarme en el cuerpo de una niña. Lo deseaba muchísimo.
Marco abrió los ojos unas horas después. Se había quedado profundamente dormido. Despertarse fue como si lo hubieran arrojado a la superficie desde el fondo de un océano, sintió que le faltaba el aliento, abrió la boca para inhalar oxígeno, se incorporó de golpe en la cama. Como el agua de una fuga, un pensamiento empezó a invadirle la cabeza. A su lado estaba Manuel, dormido, Marco lo observó atónito, luego se giró hacia el otro lado y vio claramente el cadáver de Luca en el suelo. «Entonces es verdad», pensó.