Lectura: «Encrucijadas». Jonathan Franzen

Jonathan Franzen, la encrucijada entre la gracia y el fracaso

Su nueva novela, ‘Encrucijadas’, es más cálida que cualquier otra obra del escritor, más abarcadora en sus afinidades humanas, más grávida de imágenes e intelecto

Origen: Jonathan Franzen, la encrucijada entre la gracia y el fracaso


Textos

Aunque lo habría negado de forma categórica si ella se lo hubiera preguntado, otra razón por la que prefería estar en su cuarto era que se sentía incómodo con Sharon en público. La dificultad, por así llamarla, no estaba en cómo era ella en sí. Estaba orgulloso de su inteligencia, de su bonita cara y de su aún más bonita figura, orgulloso de su espontaneidad transparente. La dificultad estaba en cómo era ella respecto a él, o sea, en que medía casi dos palmos menos. Sharon nunca, ni una sola vez, había hecho alusión a su diferencia de estatura, y Clem se odiaba por el simple hecho de tenerla en cuenta. Era cruelmente injusto el modo como se juzgaba a las personas por una apariencia física sobre la que no tenían ningún dominio y que no guardaba relación alguna con su manera de pensar o su carácter. En teoría se alegraba de ser mucho más alto que Sharon porque así demostraba su compromiso con la igualdad y la verdadera unión espiritual al margen de barreras físicas. En la práctica, también, cuando estaban los dos en la cama, el tamaño casi ilícito de su cuerpo desnudo lo enardecía aún más. Y sin embargo, en público, por más que se esforzara, no podía evitar sentir que la gente, al verlos, lo juzgaba.


La Navidad para su madre suponía una separación forzosa de las cuatro amigas con quienes compartía su día a día. Las amigas venían de familias de abolengo con fortunas menos esquilmadas, y a pesar de que tres de ellas tenían marido e hijos propios, las cinco estaban enamoradas de sí mismas en conjunto. Habían sido el quinteto portentoso de la promoción de 1912 en Lowell, donde decidieron entre todas que, si el mundo no apreciaba el portento, el problema era del mundo, no suyo, y hasta el fin de sus días jamás se cansaron de almorzar juntas, de ir de compras juntas, de asistir a conferencias e ir al teatro y leer libros juntas, de promover juntas causas civiles dignas.


Junto a la puerta trasera de la biblioteca, en una parcela de nieve roñosa por la sal mal esparcida, se encendió otro cigarrillo. Llevaba treinta años queriendo fumar uno. La confesión a Sophie había abierto la losa de una tumba de emociones, en el interior de la cual, milagrosamente intacta, había encontrado su obsesión con Bradley Grant. Al describírsela a Sophie en detalle, al revivir los pecados que cometió mientras la dominaba, había vuelto a trazar sus contornos y había recordado hasta qué punto encajaba con su propio ser. Si acaso, sintió que su deseo por Bradley era más fuerte por los treinta años de descanso que le había dado, más fuerte del que ni a palos le despertaría nunca Russ. Bradley la excitó a niveles más profundos de los que Russ jamás había podido o podría alcanzar porque sólo con Bradley fue ella misma del todo, pecadora y loca. De pie en la nieve detrás de la biblioteca mientras inhalaba humo en una noche fría del Medio Oeste, se vio transportada a la lluviosa Los Ángeles. Era una madre madura de cuatro hijos con el corazón de una joven de veinte años.


El hecho de que Laura accediera con un ademán adusto al cabo de unos segundos (el hecho de que jamás habría aceptado si no la hubiese golpeado, lo cual no habría ocurrido si ella no se hubiera puesto a rezar de rodillas, lo cual no habría ocurrido si el Espíritu Santo no la hubiera llevado hasta su apartamento, lo cual no habría ocurrido si no hubiese encontrado a Dios en el templo, lo cual no habría ocurrido si no hubiera fumado marihuana) le pareció, mientras seguía a Laura por la escalera nevada en la parte trasera de la droguería, una maravillosa prueba de los inescrutables designios de la Providencia. Ella había obrado mal, había aceptado su castigo y ahora obtenía su recompensa. Sintió que comenzaba una nueva vida: una vida en la fe.


Si el pelo de Frances, incluso aplastado por la gorra de caza, siempre la favorecía, cada peinado que Marion probaba había sido un fiasco distinto desde hacía años: demasiado corto o demasiado largo; esos peinados acentuaban su piel enrojecida, su cuello abotargado, sus ojos comprimidos por la grasa y el insomnio. Russ sabía que mirarla así era injusto. Era injusto que se ofendiera más al ver a su esposa que a las muchas otras mujeres de New Prospect objetivamente menos agraciadas. Era injusto haber gozado de su cuerpo cuando era joven y luego cargarla de hijos y de mil obligaciones sólo para sentirse desgraciado siempre que aparecía en público con ella, con aquellos peinados grotescos, con aquellos maquillajes infructuosos, con aquellos modelitos que tan poco la favorecían. La compadecía por esa injusticia; se sentía culpable, pero no podía evitar culparla a ella, también porque su falta de atractivo proclamaba infelicidad. A veces, cuando parecía especialmente abandonada en una cena parroquial, notaba como si ella se regodeara en que la viera horrenda, como si deseara que también él sufriese por los estragos que la vida de casada le había infligido, pero por norma lo dejaba al margen de su infelicidad. Odiar su apariencia era una más de las labores que Marion, silenciosa y hábilmente, asumía por él. ¿Era de extrañar que se sintiera solo en su matrimonio?


La tristeza hacía que Bradley pareciera aún más viejo. Hablar de cualquier tema que no fuera ellos dos bastaba (siempre había bastado) para dejar claro que no estaban hechos el uno para el otro. Marion había echado a perder la mejor parte de sí misma, la más esencial, con aquel hombre. Y probablemente al revés podía decirse lo mismo. Había estado demasiado trastornada en Los Ángeles para saber siquiera lo que era el amor. El verdadero amor había llegado más tarde, en Arizona, y de pronto la atravesó una punzada de nostalgia al pensar en New Prospect. En la entrañable y destartalada rectoría. Los narcisos en el jardín, Becky llenando de vaho el cuarto de baño, Russ lustrándose los zapatos para un funeral. Después de todo merecía la pena haber envejecido treinta años. Merecía la pena haber recorrido el arduo camino hasta la casa de Bradley porque la recompensa era la lucidez: Dios le había dado una manera de ser. Dios le había dado cuatro hijos, un papel que se le daba bien, un marido que compartía su fe. Con Bradley, en realidad, todo había consistido en follar. Nada más que eso.

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