Textos
Lo que haya detrás de los ojos o en el corazón o donde sea, eso que no es nuestro pellejo, dejará de existir con el pellejo, pero mientras tanto nunca envejece, ¿no?
Por la noche, en el silencio absoluto de las noches entre aquellas casitas donde viven los viejos, ella lo oía levantarse de la cama, buscar la bata en la oscuridad negrísima y salir del dormitorio. Lo dejaba ir. Cuánto la preocupaba todo aquello. No era mucho pedir, tranquilidad por las noches y un poco de alegría corriente durante el día, un poco de conversación, algo de qué reírse y no hacer daño a nadie. Pero no todo aquello. Una rendija de luz se coló por debajo de la puerta. Lo oyó tantear por encima de la cabeza con el bastón, tac tac, en busca del gancho para bajar la trampilla con su escalera acoplada para subir al desván. Se me va a matar. Pero oyó el ruido de sus pisadas y sus jadeos al subir. Se morirá congelado. Qué frío hacía en el hueco debajo del tejado, encima del saloncito exiguo, un frío de perros y de corrientes de aire, donde almacenaban el pasado, a granel y al detalle, en cajas, paquetes, bolsas, en estantes combados, en escondrijos entre las vigas. Lo oyó moverse por el techo encima de la cama, hurgando. Arrastrando cajas de cartón. Oyó los esfuerzos. Después, silencio. Se durmió. Se despertó de golpe, asustada al ver que él seguía ausente. Se quedó en camisón al pie de la escalera, qué frío también ahí, lo llamó hasta que al final apareció, absorto y tembloroso, sin los dientes, se asomó al agujero, la cara azulada de frío y pena, se asomó al agujero sobre la cara de ella vuelta hacia arriba, el halo de fino pelo plateado, e intentó decir no te preocupes pero no pudo y le salió un sonido incoherente, las fotos aferradas con ambas manos contra su corazón.
Daniel asintió. A las dos semanas de aquella noche ya estábamos a final del trimestre y yo me sentía muy inquieto. No sabía si me atrevería a hablar con ella. Tenía miedo. Por las noches salíamos a los jardines y los parques, a menudo nos íbamos al río, seguíamos los afluentes del Támesis, pensando en irnos lejos. Y nos subíamos al tejado, por encima de las calles, a observar los aviones y las estrellas fugaces y el viaje de las constelaciones. Y nos tumbábamos debajo de los mapas que tapizaban el techo inclinado, que nos mostraban las posibilidades, pero nunca me atreví a decir: Iremos ahí, ¿no? ¿Lo prometes? Ella me parecía libre como un pájaro, por decisión propia seguía quedándose donde de casualidad me encontraba yo. Vi a Caradoc varias veces, pero nunca con ella, y cuando me preguntó qué tal se presentaba el verano, me encogí de hombros y me alejé. Acabó el trimestre y ella ni siquiera se había despedido. Pero cuando volví a casa me esperaba una nota. Decía: Si me quieres, estaré en las Tullerías, junto a las ninfas de Maillol, el 9 de julio a las tres de la tarde. Y si me encuentras, iremos en busca de nuestros sueños. Hay un trovador en concreto que me interesa.
En una ocasión, en terapia —¿te lo he contado alguna vez?— me preguntaron qué era lo peor que había visto en casa. Y tuve que contestar rápido, sin pensarlo demasiado. Y me vino la imagen de mamá en silla de ruedas cuando, subiendo del salón al dormitorio en el salvaescaleras, se quedó atascada en la mitad. Su cara pálida se puso roja de ira, blandía el bastón tratando de darle a nada en particular. Papá trasteó con los mandos de la pared. Lo oí lloriquear. Ya para entonces mamá no podía pronunciar bien las palabras, pero estaba claro que lo que soltaba por esa boca eran maldiciones. Y en medio de aquello se cagó encima. Estaba detenida a media altura, justo encima de mi cabeza; levanté la vista hacia ella, y papá, después de volverse hacia ella con gesto de impotencia, hizo lo mismo. Así nos quedamos a ambos lados de su ascenso frustrado, viéndola desde abajo, enfurecida y maloliente. Papá dijo que iba a llamar a la de los Servicios Sociales y que tendría que tener un poco de paciencia hasta que llegaran o le dieran algún consejo. Esa fue la imagen que me vino a la cabeza cuando me pidieron que dijese, sin buscar en mi catálogo de horrores, cuál era el peor. Mamá tiró el bastón e intentó darle a papá, pero falló, por supuesto, y cuando él fue al teléfono y me dejó ahí plantada, torció hacia mí la cara morada y con aquella boca repleta de baba trató de lanzarme un escupitajo. Estoy casi segura de que nunca te lo he contado, dijo Zoë. Ni qué decir tiene que desde entonces en mis ociosas noches de insomnio he pensado mucho para igualar o superar lo que me vino a la cabeza cuando me pidieron: Dinos sin pensártelo mucho qué fue lo peor.
