
Lectura: «Poeta chileno». Alejandro Zambra y la complejidad de la vida
‘Poeta Chileno’ aborda las relaciones paterno-filiales, la masculinidad vacilante y el sentido de pertenencia. Es decir, la complejidad de la vida
Origen: Alejandro Zambra y la complejidad de la vida
Textos
A Gonzalo no le quedó más remedio que apostarlo todo a la poesía: se encerró en su pieza y en tan solo cinco días se despachó cuarenta y dos sonetos, movido por la nerudiana esperanza de llegar a escribir algo tan extraordinariamente persuasivo que Carla ya no pudiera seguir rechazándolo. Por momentos olvidaba la tristeza; al menos por unos minutos primaba el ejercicio intelectual de arreglar un verso cojo o de atinarle a una rima. Pero a la alegría de una imagen a su juicio lograda le sucedía de inmediato la amargura del presente.
Las amigas de Carla se dividían espontáneamente en el angelical, aburrido y numeroso grupo de las todavía vírgenes y el abigarrado y escuálido grupo de las que ya no lo eran. El conjunto de las vírgenes se dividía, a su vez, en el minoritario subconjunto de las que querían llegar vírgenes al matrimonio y el mayoritario y veleidoso subconjunto de las todavía no, al que había pertenecido Carla durante una breve temporada. Por su parte, en el grupo de las no vírgenes brillaban con luz propia dos amigas que Carla llamaba, con sorna y con admiración, «las izquierdistas», básicamente porque eran, en casi todos los sentidos, más radicales o quizás simplemente menos reprimidas que toda la gente que Carla conocía
Generalmente cambiaban las sábanas y las expectativas. Ocasionalmente jugaban carioca y dominó. Ocasionalmente jugaban a hacer sombras con las manos. Nunca desfragmentaban el disco duro. Nunca quitaban a tiempo las hojas de las canaletas. Nunca se quedaban dormidos con la tele prendida. Generalmente Gonzalo iba al estadio con Vicente, y ocasionalmente también con Carla, a ver a Colo-Colo, que en ese tiempo generalmente ganaba, gustaba y ocasionalmente goleaba. Generalmente Gonzalo y Carla iban a las marchas, ocasionalmente acompañados por Vicente, que siempre era el que más gritaba y disfrutaba. Generalmente Carla y Gonzalo dormían abrazados. Generalmente tiraban cuatro veces por semana y el mismo niño que antes siempre bajaba a colarse en la cama grande ya no bajaba nunca.
Lo entristeció admitir o comprender que sus poemas no calentaban a nadie. En otros archivos había borradores más intensos y extremos, que cifraban emociones tentativas, inestables, textos graciosos o rabiosos o desesperados, como su diatriba contra los padres biológicos, pero los sentía crudos, peligrosamente transparentes. Era capaz de reconocer en los demás el relampagueo purificador de la rabia, la calidez del desenfado, admiraba a algunos poetas desmesurados, barrocos, arbitrarios, insondables, pero al escribir procuraba mantenerse lo más lejos posible de la expresión personal, de la dictadura de los sentimientos. La rabia no sirve para escribir poemas, solía pensar, pero esa tarde, mientras revisaba su obra completa escondido en el baño, comprendió que estaba equivocado; que la rabia sí servía, que había fuerza en la rabia y belleza en la fuerza.
Pero ya está frente a la casa y en la reja ve a una mujer que si hubiera visto en una calle cualquiera le habría recordado vagamente a Carla, pero como la ve frente a la casa en que vivieron juntos hace diecisiete años comprende que es Carla. Su impresión es que su exesposa ha sido, como algunos libros, corregida y aumentada por el tiempo —no lo piensa así, porque no es dado a las comparaciones librescas, pero siente algo por el estilo: que Carla ha sido aumentada, porque está notoriamente más gorda, y que ha sido corregida, porque luce radiante, más hermosa, incluso, que hace diecisiete años: los kilos de más (que curiosamente también son alrededor de diecisiete) quizás no están de más, porque la muestran como una mujer en pleno dominio de su edad, consciente de sí misma, que observa con displicencia los malabares con las dietas y la tenaz adicción al tortuoso yoga bikram de sus contemporáneas.
Termina de ordenar los libros desolado por esos poemas intensos que cifran una belleza que no podría suscribir. Sigue intentando adaptarlos a su propia vida, sigue imaginando el poema propio, el poema que él debería escribir a manera de disculpa o de homenaje o de reclamo. Se acuerda de cuando pensaba que con sus poemas podía influir en los demás: ser querido, ser aceptado, ser incluido. Habría sido más fácil decepcionarse de la poesía, olvidarse de la poesía, que aceptar, como hizo Gonzalo, el fracaso propio. Hubiera sido mejor echarle la culpa a la poesía, pero habría sido mentira, porque ahí están esos poemas que acaba de leer, poemas que demuestran que la poesía sí sirve para algo, que las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen.