La última vez que vi de cerca a Alberti fue el día en que cumplió ochenta años. Me dijeron que sería una comida entre amigos, y que a Alberti sin duda le gustaría que le llevara como regalo mi primer libro, dedicado. Llegué al restaurante y los amigos serían más de cincuenta. Me tocó sentarme, claro, muy lejos de Alberti, en lo que un amigo mío llamó «la mesa de los chóferes». Ya a los postres me armé de valor, animado por Luis García Montero, y con mi pobre libro recién publicado (y pagado por mí) en la mano me abrí paso hasta la cabecera, donde Alberti, vestido de Alberti, parecía dormitar, la cara colgando sobre el pecho rayado de la camiseta como una máscara de goma, cansado y aburrido de la gente, de la duración de la comida.
-Rafael -dijo Luis, inclinándose sobre él con el libro en la mano, mientras yo me quedaba atrás, muerto de vergüenza-. Este compañero quiere regalarte su libro.
Sin volverse del todo Alberti entreabrió los párpados y sólo contestó, sin mirarme:
-¿Por qué?»
(A. Muñoz Molina, «Alberti de cerca», Babelia, 08/12/2007)
