Nabokov era muy agudo. Una vez hablé con él durante casi una hora en albar del hotel donde residía en Montreal. Era invierno; Montreaux, un lugar no precisamente alegre, parecía desierto, igual que el viejo gran hotel. No había nadie más en el bar, Nabokov y Vera, su mujer, vestida con un traje de chaqueta azul de Rodier. La noche anterior el comedor también había estado casi vacío, con varios camareros de chaqueta blanca allí plantados, inmóviles. En el bar, Nabokov se mostró cauteloso, imponente, correcto. Hizo algunos comentarios graciosos, pero su mujer no se inmutó.
¿Ves?, dijo. Nunca se ríe, esta casada con el mayor payaso de Europa, pero nunca se ríe.
Por azar, años después, conocí a un hombre -un matemático, creo- que había compartido despacho con Nabokov en Cornell.
¿De qué hablabais?, le pregunté.
Ah, él hablaba de cosas que leía en National Enquirer. Lo compraba todos los días. Y le gustaba hablar del tiempo.
¿Del tiempo? ¿En qué sentido?
Giraba la muñeca y decía: «Si la vista no me falla, son las ocho y veintiséis. ¿Qué hora tiene usted?»
