
Drama para siete desdichados
La escritora francesa confirma que es uno de los grandes nombres de la narrativa actual con una nueva novela perturbadora y cruda sin moralinas ni clichés
Origen: Drama para siete desdichados | Babelia | EL PAÍS
Textos
Cuando era más pequeño, hasta su último año de primaria, preparaba ella la mochila cuando se marchaba a casa de su padre. Elegía las prendas menos finas, las más gastadas, alegando que tardaban en volver y a veces no volvían. El viernes por la noche, lo acompañaba allí en metro, lo dejaba en la puerta del edificio. Al principio, cuando Théo era aún demasiado joven para subir solo en el ascensor, su padre bajaba y lo controlaba desde el otro lado de la puerta vidriera. Sus padres no se cruzaban, no se miraban, permanecían uno a cada lado de la frontera de vidrio. Cual rehén intercambiado por una mercancía desconocida, Théo avanzaba por el vestíbulo del edificio y atravesaba la zona neutral, casi sin atreverse a pulsar el interruptor. Una semana después, los viernes a la misma hora, en otro bulevar, su padre paraba el motor del coche y esperaba a que Théo entrase en el inmueble para arrancar. En otro hueco de escalera, su madre lo estrechaba fuertemente en sus brazos. Entre dos besos, le acariciaba la cara, el pelo, lo miraba de arriba abajo y de abajo arriba, aliviada, como si volviese milagrosamente vivo de una indescifrable catástrofe.
Todo aquel que vive o ha vivido en pareja sabe que el Otro es un enigma. Yo también lo sé. Sí, sí, sí, una parte del Otro se nos escapa, sin lugar a dudas, porque el Otro es un ser misterioso que alberga sus propios secretos, es un alma tenebrosa y frágil, el Otro oculta para sí su parte de infancia, sus heridas secretas, intenta reprimir sus turbias emociones y sus oscuros sentimientos, el Otro debe como cada cual aprender a llegar a ser él, y consagrarse a no sé qué optimización de su persona, el Otro-ese-desconocido cultiva en su pequeño huerto secreto, pues claro, hace tiempo que lo sé, que no nací ayer.
Albergo dentro de mí, y sin que lo sepa nadie, al hijo que no tendré. Pueblan mi vientre estropeado rostros de piel diáfana, dientes minúsculos y blancos, cabellos de seda. Y cuando se me formula la pregunta —es decir cada vez que conozco a alguien (en particular mujeres), cada vez que tras preguntarme a qué me dedico (o justo antes) me preguntan si tengo hijos—, cada vez que debo resignarme a trazar en el suelo esa línea con tiza blanca que divide el mundo en dos (las que tienen, las que no tienen), me entran ganas de decir: no, no tengo, pero mira en mi vientre todos los hijos que no he tenido, mira cómo bailan al ritmo de mis pasos, solo piden que se les acune, mira este amor que he conservado convertido en lingotes, mira la energía que no he gastado y que queda ahí para repartir, mira la curiosidad cándida y salvaje que es la mía, y el apetito de todo, mira la niña que sigo siendo yo por no haber sido madre, o gracias a eso.
A veces me digo que hacerse adulta tan solo sirve para eso: reparar las pérdidas y los daños del comienzo. Y mantener las promesas del niño que hemos sido.
No le digas a tu madre que Sylvie se marchó, no le digas a tu madre que papá ya no tiene trabajo, no le digas a tu madre que la abuela Françoise está enfadada, no le digas a tu madre que el fregadero pierde agua, no le digas a tu madre que he vendido el coche, no le digas a tu madre que no encontramos la sudadera, dile a tu madre que aún no sé lo que vamos a hacer, dile a tu madre que espero que me paguen un dinero y que pronto podré pagar el comedor, no le digas a tu madre que no hemos salido, dile a tu madre que no hemos podido concertar cita, no le digas que…
Desde mi ventana, miro a los transeúntes; arropados en sus abrigos, las manos en los bolsillos o protegidos con guantes, el cuello encogido en los hombros, aprietan el paso y bregan con la humedad que traspasa sus minúsculos baluartes. Entre ellos, una mujer se pregunta cuánto tiempo tarda en hacerse la tarta de cebolla, otra acaba de decidir dejar a su marido, otra cuenta mentalmente los tickets de restaurante que le quedan, una muchacha lamenta haber elegido unas medias tan finas, otra acaba de enterarse de que le han concedido el trabajo para el que le han hecho varias entrevistas, un anciano ha olvidado por qué está ahí.
