Desde el momento en que expresamos algo, lo empobrecemos sin remedio. Como si las palabras debilitaran las ideas por el mero hecho de recluirlas en un soplo de voz, en un golpe de aire que aspira al sentido. Los escritores conocen bien esa dramática experiencia que supone llevar dentro de sí libros perfectos que, al ser convertidos en texto, se desmoronan. Es como si las palabras, que son el modo de nombrar el mundo, de dotarlo de orden y finalidad, de hacerlo presente, carecieran al tiempo de la adherencia necesaria para expresar lo que en puridad quiere y debe ser expresado.
