A veces es difícil comprender que motiva a ciertas personas convertirse en escritores, por qué pretenden un oficio que nunca podrá procurarles lo que realmente persiguen.
No es solo explorar lo que contar e intentar hacerlo de otra manera o más bien de una forma que consideran mejor, superior a otras, distinta, moderna, comparable a los que consideran grandes.
No solo dedicar mucho tiempo a encontrar el equilibrio o desequilibrio de ánimo que permita bucear en un argumento, encontrar una posibilidad de trama, unos personajes, el tono justo, las palabras que no traicionen alguna forma de autenticidad que se considera esencial para que el resultado merezca mínimamente la pena.
No solo armarse de valor para exponerse ante otros que no tendrán compasión de ellos, que rechazarán el original con alguna frase educada o quizá solo con el silencio, o de críticos que, con suerte, liquidarán con un par de frases conmiserativas o feroces el libro que por fin se publicó en alguna editorial desconocida sin recibir mucho más que tenerlo entre las manos.
No solo eso. El escritor puede llegar a ser reconocido, seguir escribiendo un libro tras otro, siempre un poco más atormentado por los ojos que lo miran, por las expectativas de los que lo aprueban y lo desaprueban, por el calibre del arma que lo amenaza desde algún sitio muy cercano, quizá desde dentro de sí mismo.
No solo escribir historias, sino vivir una vida propia, poder costearla, y tener conciencia de que eso también cuenta, de que puede ser juzgado por cualquier cosa que hizo o no hizo, que opinó o que calló, por sus propias creencias de hace tantos años ahora en boca de otros, que solo necesitarán eso para disparar y liquidarle para siempre.
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“¿No es genial que la gente hable de vos como de un escritor muy sólido?”. Foster Wallace lo mira con piedad y le dice: “Va a ser interesante hablar con vos en unos años”. “¿Por qué?”, pregunta Lipsky. Y Foster Wallace —recuerden, esto es la vida real: las cosas como sucedieron— responde: “En mi experiencia eso no es cierto. Lo peor que hay en el hecho de que todos te presten mucha atención es que también vas a tener ‘atención negativa’. Y si eso te afecta, el calibre del arma que te apunta ha aumentado de una 22 a una 45”. Después, se acerca a Lipsky y susurra: “No estoy seguro de que quieras ser como yo”. Y Lipsky, con un respingo, responde: “No. No quiero”. Pero miente. Y uno, entonces, sólo quiere arrodillarse y gemir y repetir como un mantra aquello que Foster Wallace dijo en una entrevista, mucho antes de 2008, el año en que se ahorcó: “Yo tuve un profesor (…) que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”. Sabía lo que saben pocos: que, para algunos, no hay forma de ganar. Que para algunos, aún cuando se gana, todo está perdido.”
Ramón González Correales (A través de Hyperbole.es)