Lectura: «Te di los ojos y miraste las tinieblas». Irene Solá

Una novela desbordante, llena de historias y personajes malditos más allá del tiempo.

Escondida entre riscos lejanos, en algún remoto lugar de las Guillerías transitado por cazadores de lobos, bandoleros, emboscados, carlistas, hechiceras, maquis, pilotos de rally, fantasmas, bestias y demonios, la masía Clavell se agarra al suelo como una garrapata. Es una casa, sobre todo, habitada por mujeres, y donde un solo día contiene siglos de recuerdos. Los de Joana, que para encontrar marido hizo un pacto que inauguró una progenie aparentemente maldita. Los de Bernadeta, a quien le faltan las pestañas y, de tanta agua de tomillo que le vertieron en los ojos cuando era una niña, acabó por ver lo que no debía. Los de Margarida, que en vez de un corazón entero tiene uno de tres cuartos, rabioso. O los de Blanca, que nació sin lengua, con la boca como un nido vacío, y no habla, solo observa. Estas mujeres, y más, hoy preparan una fiesta.

«Una especie de aquelarre prodigioso, una celebración de la sororidad femenina y una recreación de la historia de una familia (y de unas cuantas cosas más) concentrados en un solo punto, una masía remota de las Guillerías donde se suceden las violencias, las celebraciones rituales y los cambios de generación que, al fin y al cabo, configuran cualquier familia y cualquier cultura… Una novela extraordinaria» (Marina Espasa, Ara).

«Un mosaico de jovialidad, humor, luz vitalista y juego escatológico, una farsa carnavalesca… No es menor el grado de eficacia de la autora en el momento de ir distribuyendo los hilos infinitos de las historias que desgrana sin que ni una sola se le escape de las manos y quede huérfana de conclusión» (Ponç Puigdevall, El País).

(Contraportada)


Textos

La oscuridad era morada y bulliciosa, opaca, grana y azul a un tiempo, zumbadora, pecosa, ciega, espesa, honda y brillante a la vez. Estaba infestada de gusanos, de ramas, de temblores, de venas y de manchas indiscernibles que eran las paredes barrigadas de una habitación, el techo, una cama, una mesita de noche, una cómoda, una puerta y una ventana. Las tinieblas crepitaban. Se agitaban, murmuraban. Roncaban. El ronquido era nasal, mortecino y áspero. Crujía, engullía y se ahogaba. El bramido manaba de la cama, del bulto que dormía en medio. Una mujer vieja. Corpulenta. Bernadeta tenía los ojos cerrados, los párpados de lagartija, sin pestañas, la boca abierta, los labios de color lila desvaído, y el pelo grasiento y largo, esparcido por la almohada. Era fea. O eso creía la otra mujer, Margarida, que estaba sentada a su lado en una silla de mimbre, con las manos juntas en el regazo, dando vueltas a los pulgares. En la cama, Bernadeta tragó una vaharada tosca de aire, abandonó un resuello ronco a medias y dejó de respirar. Fuera se oyó el canto de una lechuza y después, silencio. Margarida detuvo los pulgares. Estiró el cuello, observó a la vieja y, por un momento, creyó que ya estaba. Que era el fin. Pero la sima oscura de la boca de Bernadeta suspir, inhal y reanud el runrn. Y Margarida volvió a apoyar la espalda en el respaldo de la silla y siguió girando los dedos. Era una vieja canija con cabeza de gorrión, ojos severos, boca inflexible, mejillas secas, cuello enjuto y hombros caídos. Y rezaba. Llevaba rezando toda la noche, pobre Margarida. 


La ventana de la cocina era angosta y honda como el agujero de una oreja. Dejaba pasar una luz indirecta, tempranera, azulada, que desleía las formas y los colores. Las paredes desconchadas y la campana del hogar eran blancas, las manchas de humedad, grises, la encimera era amarilla, las ranuras del fregadero eran negras, los armarios eran de tonos tostados con tiradores metálicos picados de óxido, el suelo era de baldosas grana, los escaños, las sillas y la mesa eran de madera de pino, con diferentes pátinas de desgaste y de barniz. La cocina tenía dos puertas. Una maciza, con dos peldaños, que se abría a una despensa morada y fría como un hígado. Y otra con cuarterones de cristal que daba al zaguán.


Dolça no había terminado de barrer. Tardaba mucho en hacer todo lo que le mandaban porque se distraía. Pensaba en el Filet y en las cosas que le decía, o en el Bonatarda y en los besos que le daba, en el Mal Aquí, y después en el Lleig, y en el Nen Jesús… y la lista nunca se terminaba, porque la retahila de amores y amantes de Dolça era tan larga que no tenía fin, y cuando la repasaba se despistaba, y barría tres veces el mismo sitio, y pisaba los montoncitos de basura que ya había acumulado, y todo lo recogido se le volvía a esparcir .


Y cuando se fueron para siempre, de noche, como si huyeran, no le dijeron ni adiós. Pero entonces Margarida lo entendió. Con el corazón en un puño. La cama de sus hijos estaba vacía y las mantas, frías, y Margarida lo entendió. Sabía que, por culpa del pacto que Joana había hecho y deshecho con el diablo, a ella le faltaba un cuarto de corazón ya Blanca le faltaba la lengua. Que aquella hermana suya amarillenta que se llamaba Esperanza había nacido sin hígado. Al heredero le había faltado el agujero del culo. A Esteve, una oreja, a Guilla, el nombre, a Ángela, el dolor, a Martí el Coix, medio palmo de una pierna, ya Bernadeta, las pestañas, y después entendería que a Dolça le faltaba la cola de cabra, a Marta. la memoria ya Alexandra, ¡a saber qué le faltaba a Alexandra!, de todo, paciencia, espíritu de sacrificio, sangre en las venas, empuje, respeto…

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