Lectura: ‘Antes del salto’ de Marta San Miguel

Una mujer se muda a Lisboa con su familia, y en el vuelo que los lleva a la ciudad donde van a vivir un año, se da cuenta de que ha olvidado una foto: la del caballo que montaba cuando era niña. Lo que en principio parece un descuido intrascendente, provoca en ella la inquietud de que en realidad se ha dejado algo más. En una ciudad que intenta reconocerse a sí misma entre turistas y andamios, con un portátil al que le falta una tecla y una mesa de Ikea, la protagonista recupera los recuerdos que esa fotografía le ha despertado. ¿En qué nos convertimos cuando olvidamos lo que fuimos, lo que nos llenaba, lo que proyectábamos ser? Antes del salto es la historia de una reconstrucción: la de una identidad diluida por el tiempo y la rutina. Marta San Miguel debuta en la novela con una historia íntima y honesta que nos invita a reflexionar sobre la importancia de los apegos, la maternidad o las renuncias. Una emotiva narración que explora lo que dejamos atrás y reivindica la memoria como el único espacio donde aún existimos realmente.

«Una historia conmovedora, jamás pensé que un caballo pudiera convertirse en verdadero protagonista de un libro tan íntimo.» Llucia Ramis

«Marta San Miguel emprende un viaje en el espacio que acaba transformándose en un viaje en la memoria y en una indagación sobre la identidad. El resultado es una novela hermosa y honesta, llena de pequeños asombros cotidianos, que se atreve a pintar la transparencia de la vida corriente.» Juan Gómez Bárcena

«La vida es cambio, y «Antes del salto» es un libro magnífico sobre los cambios de vida, domicilios incluidos, que afectan a los protagonistas, entre los que se cuenta un caballo. ¡Un caballo! Menudo hallazgo. Imposible calcular la fuerza y frescura que da el animal al libro, pero es mucha. Es un caballo de salto, que a su vez es un caballo de Troya.» Juan Tallón

«Un libro inolvidable escrito con una prosa espléndida.» Jorge Freire (The Objective)

«Emocionante pero sin sensiblerías, Antes del salto es un magnífico debut.» Elena Costa (El Cultural)

«San Miguel ha escrito una historia con una gran capacidad de fabulación, lo que no es muy común y, de esta manera, consigue que lo cotidiano se revista de una inquietud que convierte lo anodino en una aventura. Una muy buena primera novela.» Juan Ángel Juristo (ABC Cultural)

«De una sencillez abrumadora y de una sofisticación poco común en nuestros días» Alejandro Simón (Diari de Tarragona)

«Un relato emotivo, vibrante, escrito con esmero, bellísimo.» Rosa Martín (Vanitatis – El Confidencial)

«Antes del salto, nos muestra ese abanico de instantes, que todos en algún momento, por su belleza hubiésemos querido detener en el tiempo.» Begoña Vidal (Levante)

«Un libro luminoso.» Susana Santaolalla (Libros de Arena – Radio5/RNE)

«Un libro hermosísimo.» Elvira Sastre en Instagram


Textos

Compruebo los billetes de avión, la fecha y el horario del vuelo. Vamos a vivir casi un año en Lisboa, la ciudad que atrae al año casi un millón de turistas, la ciudad de Pessoa y de la luz. Todo suena perfecto, y sin embargo cuando despeguemos y estemos volando a doce mil pies de altura, caeré en la cuenta de que no he cogido la foto de Quessant. Y como si hubiera olvidado en realidad algo más, empezaré a notar la extrañeza que provoca leer mi nombre en las tarjetas de embarque, una inquietud nueva de no saber quién es esa mujer que viaja con dos niños. 38 años. Miss. No fumador.


Hay quien teme a los caballos. Hay quien ha montado una vez y confunde ir al trote con el galope. Hay quien cuenta que un día un caballo le tiró porque era un mal bicho y se puso a correr y lo lanzó sobre un charco. Hay quien ha visto un caballo desde el coche, o en chabolas de la periferia, o en los veranos en el pueblo, incluso los ven en la ciudad, montados por policías de uniforme. Quien está ante un caballo, lo recuerda. Porque aunque no sepas diferenciar un hannoveriano de un potro criado para carne, o no hayas tocado nunca unas crines, hay algo en el ritmo de su cuerpo, en su presencia, e incluso en su silencio, que activa nuestra memoria nómada cuando los vemos.


La segunda vez me senté. Y Quessant empezó a andar. Montar por primera vez un caballo es como comprobar las dinámicas de un beso. Acostumbrada a mi lunático, que en vez de andar pisaba hormigas, los pasos de Quessant eran como pequeños descensos en tobogán que tardaban en concluir y desencajaban tu equilibrio. Cogí las riendas más cortas y su cabeza se colocó. El cuello dibujó un colosal muro de pelo y músculo. Mamá estaba de pie, con un brazo cruzado sobre su tripa sujetando el otro codo, como si el cigarro que sostenía esa mano le pesara. En una de las vueltas, en chándal y en playeras, abrí un poco las manos y Quessant empezó a trotar. Le silbaba desde arriba, como diciéndole soy yo, la de las zanahorias.


Pienso en mi madre cada vez que escucho un piano, al mirar ahora la camisa desabrochada de mi hijo, su tripa redonda al aire, mientras se prueba el uniforme que acabo de desembalar y que tiene varios botones sueltos. La imagino conteniendo el gesto al ver la especie de cuadrado que hago sobre el botón, en vez de la cruz que me enseñó. Entonces no le pregunté si es necesario hacer más de un nudo para evitar que el hilo se escape tras la primera puntada, ni cómo se hace el nudo final, tampoco le pregunté si le gustaba coser o qué pensaba de Natalia Ginzburg cuando la vi leer Léxico familiar, si se imaginaba algún día con nietos o por qué sonreía de esa manera al escuchar el concierto de violín de Tchaikovsky. No se lo pregunté porque bordaba, y hay sonidos que no deben interrumpirse.


Cuando pastaba en el prado y le llamaba, se acercaba caminando, y cuando mi mano estaba a punto de tocar su hocico, me hacía un quiebro y salía galopando con la agilidad de un futbolista con ampollas. Los animales vacilan. Los animales se pueden reír de ti. Pueden mirarte a la cara mientras cagan sobre la cama de virutas que acabas de limpiar. Eso hacen. Así que me quedaba de pie junto a la cancela abierta y esperaba a que volviera trotando cuando le diera la gana. Entonces nos íbamos juntos, caminando sin ramal, pegados.

Marta San Miguel
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