Se me pidió que valorara a mis contemporáneos, a Hemingway, Dos Passos, Caldwell y Thomas Wolfe, y dije que no podía, porque creía que ellos, como yo, pensarían que sus obras habían resultado fallidas; y que la única forma que tenía de valorarlos era en términos de la magnificencia de ese fracaso. Así que coloqué a Wolfe en primer lugar, porque fue el que más se esforzó en realizar lo que sabía que no podía conseguir. Me puse a mí mismo en segundo lugar, porque intenté casi tanto como Wolfe lo que no podía hacer. Y puse a Hemingway el último porque se había dado cuenta, muy pronto, de lo que era capaz de hacer y se había atenido siempre a ese patrón. Esta opinión mía no tenía nada que ver con el valor de la obra, sino únicamente con lo que yo llamaría la magnificencia, la grandeza del fracaso.

(A través de «Cronopios»)