Lectura: ‘Los hermosos años del castigo’, de Fleur Jaeggy

Crítica de ‘Los hermosos años del castigo’, de Fleur Jaeggy, una novela de tono opresivo y melancólico sobre la vida de unas alumnas de un internado suizo.

Origen: ‘Los hermosos años del castigo’, de Fleur Jaeggy: densidad emocional | Koratai


Textos

A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. El lugar por el que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía. A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en un sepulcro natural, en la nieve de Appenzell, al cabo de casi treinta años de manicomio en Herisau.


Sucedió un día durante la comida. Estábamos todas sentadas. Llegó una muchacha, una nueva. Tenía quince años, los cabellos rígidos como cuchillas, brillantes, los ojos graves y fijos, sombreados. La nariz aguileña, los dientes, cuando reía, y reía poco, eran puntiagudos. Una hermosa frente alta donde podían tocarse los pensamientos, donde generaciones pasadas le habían transmitido talento, inteligencia, fascinación. No hablaba con nadie. La apariencia era la de un ídolo, despreciativa. Tal vez por eso deseé conquistarla. No tenía humanidad.


Es curioso que en los colegios donde he estado hubiera penuria de hombres en los alrededores. O viejos o locos o guardias. En Appenzell recuerdo viejos, enclenques, una pastelería y una fuente. Si se quería un poco de mundo, se iba a la pastelería; no había nadie, pero por la calle pasaba un viejo.


Para las vacaciones de Pascua volví a casa, al hotel. Unos señores nos invitaron a comer, luego nos mostraron las diapositivas de un viaje con ruinas y paisajes y ellos mismos. Era una anciana pareja, de ejemplar virtud, gente bien, ricos, avaros con discreción, gentiles con discreción, recalcitrantes, sobre todo la mujer, al buen humor, o al buen vivir, si es que existe un buen vivir. La mujer, seca y rígida, con vestidos largos y sin forma, el cabello recogido, miraba mal a la juventud, con su cabeza empequeñecida y los ojos sin color. El marido, por bonhomía o indulgencia, si había que reírse, dejaba surgir de su boca bien dibujada y un poco carnosa una risa profunda, y sus ojos se volvían picaros, como si la risa estuviera unida a una malicia. En el chaleco, el reloj del abuelo, o de algún familiar fallecido. Lo miraba a menudo (y sopesaba la hora). Su traje oscuro había pasado muchas estaciones y le confería dignidad.

Fleur Jaeggy
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