Lectura: «Los días perfectos». Jacobo Bergareche

Luis, un periodista cansado de su trabajo y su matrimonio, planea asistir a un congreso en Austin, Texas. El viaje es una mera coartada para encontrarse brevemente con Camila, quien se ha convertido en el único aliciente de su vida. Pero cuando está a punto de partir, recibe un mensaje suyo: «Dejémoslo aquí, quedémonos el recuerdo». Desconsolado y sin saber qué hacer en Austin, se refugia en un archivo de la universidad, donde se topa casualmente con unas cartas de William Faulkner a su amante Meta Carpenter. La lectura de esta larga correspondencia lo ayuda a reconstruir el recuerdo de su aventura amorosa y a reflexionar sobre su tedioso matrimonio, pero también a preguntarse cómo hay que vivir para lograr que cada día valga la pena. 

Con altas dosis de verdad y humor y una enorme fuerza narrativa, Jacobo Bergareche arrastra al lector en esta singular y cautivadora novela que explora de forma universal la fiebre del enamoramiento y la inevitable rutina de las relaciones de largo recorrido. Un libro cuya excepcional solidez y originalidad revelan la madurez literaria del autor.

(Contraportada de Ed. Libros del Asteroide)


Textos

Mientras escribo esto, me cabe la duda de si en realidad solo nos enamoramos de nosotros mismos enamorados, si lo que de verdad temo perder es la posibilidad de ser la persona que estaba enamorada de ti, esa persona que puede hacer, decir y sentir las cosas que hace, dice y siente una persona enamorada. Es una duda razonable, después de todo solo he pasado contigo siete días en total, o más exactamente, tres días, seguidos de un año de ausencia, y otros cuatro días, seguidos de otro año de una ausencia que debería haber terminado ayer mismo, con un épico reencuentro en un aeropuerto. Es preciso contar también el tiempo sin ti, porque también la ausencia le ha dado forma a lo nuestro, igual que el silencio se lo da a la música, y la sombra a la pintura.


Es importante el disfraz. La etiqueta. Te permite ser otro, prepara para la ocasión, la distingue, nos da la oportunidad de elaborar un ritual, solemnizar un día cualquiera, convertirlo en un tiempo especial, nos hace hablar de otro modo, movernos con nuevos movimientos, acceder a la posibilidad de otro yo. Odio con una inquina profunda a esas personas que desprecian los trajes, las corbatas, la sotana, la mitra, el esmoquin, y que se visten igual en todas las situaciones para insistir en su campechanía, en su autenticidad. España está llena de una nueva generación de políticos que han hecho de los tejanos y la camisa de cuadros un uniforme para todas las ocasiones, el mensaje es: yo soy como vosotros, no me disfrazo, soy siempre igual, soy auténtico, no me elevo sobre la plebe con una corbata. No han entendido nada, son solo auténticos en su imbecilidad. Hay que disfrazarse en cuanto uno vea llegar la ocasión, transitar de un yo a un otro yo, hasta hallar el yo preciso para la ocasión, para hacer de la ocasión todo lo que la ocasión puede llegar a ser. El hábito hace al monje, es lo imprescindible para que el monje se crea que lo es y actúe como tal. Lo tengo claro desde pequeño, me acuerdo de ir al cuarto de mi hermana mayor cuando había salido y ponerme su ropa interior, una falda, y sentir que era otra persona y ponerme a bailar, a cantar, a posar ante el espejo y ser capaz de moverme y de hablar de otra manera. Me acuerdo también de ponerme el traje de monaguillo de mi primo, y sentir que podía hablar con Dios de tú a tú, y de ponerme el vestido de azafata de Iberia de mi tía un domingo, y de servir café a toda la familia como si estuviéramos volando a Nueva York. Todo empieza con un buen disfraz.


Me quedé sentado durante horas en la oscura y silenciosa sala de lectura del HRC, leyendo bajo una lámpara, una a una, todas las cartas de Bill a Meta, una correspondencia que, por lo que indican los matasellos, se extiende durante unos treinta años, hasta poco antes de la muerte de Bill, y que dibuja las curvas de una relación paralela que es el refugio donde sobrevivir a ese tedio del matrimonio que tan bien conocemos tú y yo. Faulkner parece vivir como un señorito andaluz en un pueblo de Misisipi llamado Oxford, y cuando necesita dinero (y oxígeno) le dice adiós a su mujer y se va a Los Ángeles a escribir guiones, allí trata de resolver en poco tiempo y con nulo entusiasmo, como mero trámite, esos guiones y de ese modo poder rascar todas las horas posibles para estar con Meta, la secretaria de Howard Hawks.

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