Lectura: «La anomalía». Hervé Le Tellier

Hervé Le Tellier

 

Hervé Le Tellier: “Sin negación no habría civilización”

Si algo hemos aprendido de la pandemia de coronavirus es que lo inesperado, tal como su nombre indica, puede suceder en cualquier momento. Por ejemplo, que un avión que

Origen: Hervé Le Tellier: “Sin negación no habría civilización”


Textos

Hay algo admirable que supera siempre al conocimiento, a la inteligencia e incluso al genio, y es la incomprensión. La anomalía, VICTØR MIESEL


Y es que Meredith se aburre en Princeton. A la londinense no le gusta esa ciudad de provincias, donde las luces del restaurante japonés —el que permanece abierto hasta más «tarde»— empiezan a parpadear a las nueve y media para indicar que es la hora de cerrar, no le gusta ese campus que intenta parecerse a Hogwarts con sus torreones y sus campanarios medievalizantes del siglo XIX, no se acostumbra a esos estudiantes que se creen nacidos directamente de la pierna de Júpiter y que, con el pretexto de que sus padres han pagado sesenta mil dólares de matrícula, la bombardean con correos llenos de preguntas triviales sobre el teorema de no compresión de Gromov, preguntas para las que exigen respuestas inmediatas, cuando les bastaría con consultar la entrada correspondiente de Wikipedia, jolines, que encima está bastante bien redactada, y detesta a esos profesores que la miran por encima del hombro por el simple hecho de que St. Andrews —la universidad de origen de Meredith— no puede compararse evidentemente con Princeton, y ellos llevan toda la vida en Princeton, mira tú por dónde. Adrian no es así y, si fuese un poquito menos torpe, hace tiempo que se habría dado cuenta de que ella lo aprecia. Para ser un probabilista, es demasiado distraído y tiene unos ojos verdes más propios de un teórico de números, por mucho que lleve el pelo largo de un teórico de juegos, las gafitas de acero de un lógico trotskista y las viejas camisetas agujereadas de un algebrista, como la que se ha puesto hoy, especialmente cutre y ridícula. Meredith intuye que es un tipo brillante. Si fuese un mediocre, ya estaría trabajando en el mundo de las finanzas. Brillante pero tímido, y en cuanto farfulla «Meredith, quería preguntarte una cosa… Esto… Tengo entendido que te interesas por… por los espacios localmente simétricos y por…», ella lo corta.


Hace tanto tiempo que no baila. ¿Tal vez dos años, cuando abrió el baile de boda de su hija? Aquel día danzaron al ritmo de Louis Armstrong, él apretujado en su traje y ella desbordando alegría con su vestido blanco. Silveria, que acababa de volver de Afganistán, daba vueltas riendo con Gina y Gina reía dando vueltas en brazos de su padre, en cuya cabeza daban vueltas las imágenes repulsivas de la guerra. Incluso con los ojos cerrados, incluso tras haber bebido tres cervezas, incluso envuelto en la dulzura del perfume afrutado de su hija, el mundo de Silveria era cada vez menos un wonderful world. Aun bailando con ella, aun intentando ahuyentar bien lejos la sangre y el polvo y el desierto, no podía dejar de cagarse en todos los demonios del infierno.


Pero Meredith está furiosa, completamente fuera de sí, aunque sea a todas luces un efecto indeseado del modafinilo que toma cada seis horas para no dormirse. Adrian encaja una retahíla de preguntas para las que Meredith no exige respuesta. Las hay de todos los colores. ¿El hecho de que no me guste el café está inscrito en mi programa? Y la resaca de ayer, cuando me convertí en una esponja de tequila, ¿también era simulada? Si un programa desea, ama y sufre, ¿cuáles son los algoritmos del amor, el sufrimiento y el deseo? ¿Estoy programada para cabrearme al descubrir que soy un programa? ¿Gozo de libre albedrío, a pesar de todo? ¿Acaso está todo previsto, programado? ¿Todo es inevitable? ¿Qué dosis de caos admite esta simulación? Porque hay caos, ¿no? ¿No hay ninguna forma de demostrar que no, que mira tú por dónde esto no es una simulación?


Baja los ojos y contempla el tatuaje que tiene en la muñeca: dos palmeras en una duna. Un homenaje a su abuelo, a su propia historia: de pequeño, viendo la palabra OASIS en el antebrazo del viejo, le preguntó el motivo de la palabra tatuada y la respuesta fue: Mira, muchachote, el oasis significa el agua en el corazón del desierto, es un lugar de paz y de fraternidad, así que me lo hice tatuar cuando tenía veinte años, como símbolo de la vida nueva que me esperaba aquí después de la guerra, es una especie de amuleto de la suerte, ya sabes, Aby, ein Glücksbringer, y aún hoy en día al dibujante lo fascina el hecho de que en alemán se use la misma palabra, Glück, para designar la felicidad y la suerte: la desgracia tal vez solo sea un puñetero golpe de mala suerte. El día en que cumplió once años, el abuelo de Aby le confesó que no, que la palabra tatuada no era el OASIS que había creído, leyéndolo del revés, sino el 51540, su número de deportado en Auschwitz. Al día siguiente de la muerte de su abuelo, Aby se tatuó en la piel, en el mismo lugar, un oasis de verdad cuyo origen solo él conoce y de donde saca fuerzas cuando las necesita. Pero las dos mujeres lo están mirando y el tatuaje ya no le sirve de refugio.

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