Qué momento tan especial, cuando, tras muchas horas pasadas en la penumbra de una biblioteca y en la penumbra de la meditación, se sale a la luz del día. Durante un minuto el mundo real parece irreal. Insolentemente, los verdes álamos se mecen irreales. Y los coches que cruzan la avenida de Mickiewicz parecen perdidos. En los charcos se refleja el cielo gris, y el pequeño punto de un avión, sólo un poco más grande que la sombra de una golondrina, tiembla, y con él tropieza el pie de un transeúnte. Durante un minuto el mundo parece una superchería, un vulgar compromiso, un rescate pagado a una banda de delincuentes por un creador bondadoso pero inepto. Las aceras están torcidas. La tierra es redonda. El hombre es mortal. La libertad, dudosa.
En algunas ciudades, los arquitectos que proyectan los edificios de las bibliotecas comprendieron la gravedad de este problema, la importancia del paso del almacén de sombras vivas a la realidad de la vida muerta, y propusieron la instalación de escaleras a la entrada de la biblioteca, escaleras sobre las que puede uno sentarse y pasar el difícil trance, adaptarse a la normalidad dela tarde y perdonar al mundo su áspera imperfección.
