Lectura: «El huerto de Emerson». Luis Landero


Textos

Yo soy un hombre sin oficio. Ahora que ya soy viejo como los viejos tan sabios y respetados de mi infancia, puedo decirlo y anotarlo en mi cuaderno con autoridad y sin reparos. Carezco de un repertorio de conocimientos sólidos sobre algo concreto, no domino un arte o una técnica, y aunque a veces puede parecer que sé mucho o que al menos hablo como experto, en el fondo todo son vaguedades, palabrería, filfa y apariencia, con algunos relumbrones que crean la ilusión de un vasto saber apenas entrevisto.


¿Y de mis autores más queridos, a los que vengo leyendo y releyendo desde hace tantos años? ¿Qué podría decir yo de Cervantes, de Kafka, de Shakespeare, de Dickens, de Faulkner, de Conrad, de Chéjov, de Borges, de Quevedo…? Apenas nada. Ni siquiera me he parado a pensar en ello. Alguna vez, por cierto, he contado que yo soy lector, escritor y profesor, por ese orden cronológico, y que no siempre esas tres personas coinciden en sus criterios, gustos e intereses. Lo que le gusta al lector quizá no le gusta al escritor, y lo que al escritor le apasiona al profesor le parece aburrido. El profesor a veces lee por obligación; el escritor y el lector nunca. Pero con el tiempo he ido relegando al profesor y dejando que sean los otros los que lean, sin intentar sacar de la lectura ningún botín conceptual.


«Y lo que se dice para el artista sirve para todos los que quieran cultivar el arte de vivir. Así que ya sabéis: trabajad en lo concreto, en vuestro huertecito, buscad en vuestra memoria y en vuestros territorios cotidianos, sed fieles a vuestras ciegas marcas, y atended siempre a los requerimientos de vuestro corazón. Recordad lo que decía Cervantes: saber sentir es saber decir.»


Los hombres se ocupaban del porvenir, que era siempre incierto, en tanto que las mujeres vivían correteando por el presente, siempre ligeras y siempre laboriosas. Es más, si las mujeres sacaban tiempo para todo, a los hombres les ocurría que la vida entera les resultaba demasiado breve para llevar a cabo sus proyectos, de tan ambiciosos como eran […] Cuando las mujeres salían de casa, sabían lo que iban a hacer, e iban derechas y lo hacían. A recoger los huevos, a ordeñar, a por perejil, a tirar ceniza o agua sucia, a traer leña para el fuego. Con los hombres, todo era más complicado. Nunca era seguro lo que iba a pasar cuando salían de casa. Primero miraban al cielo, luego escupían, luego daban unos pasos y se paraban otra vez y miraban alrededor, y al fin, tras esa ceremonia, sin apresurarse, y aún dudosos, se encaminaban a sus cosas.


Cuando fuese mayor, pensaba, también yo viajaría mucho, y conocería lugares lejanos y vería cosas insólitas, porque no había en el mundo nada tan hermoso y apasionante como viajar y correr aventuras, y llegaría a ser un hombre con experiencias, y con historias maravillosas y cosas propias que contar. Luego pasó el tiempo, me hice mayor, y un día descubrí sin apuro que a mí en realidad no me gusta viajar. Me gustó de muy joven, más que por vocación por empeño romántico, pero al final acabé aceptando mi secreta condición sedentaria y me sentí como aliviado de un deber sentimental francamente enojoso. A pesar de eso, me he visto forzado a viajar mucho, primero cuando anduve de guitarrista en la farándula, y luego de escritor, que no deja de ser también otra manera de farándula. Pero de todos mis viajes, los que he vivido con más emoción e intensidad, los buenos, los inolvidables, los esenciales, los he hecho con Julio Verne, con Defoe, con Homero, con Stevenson, con Humboldt, con Darwin, con Kapuściński, con Shackleton y con tantos otros. Pocos lectores habrán disfrutado tanto como yo con los libros de viajes y las novelas de aventuras. Desde mi madriguera de lector, he acompañado a los héroes de papel en sus maravillosas andanzas, y cuando digo acompañar quiero decir que he hecho presente con la imaginación cada una de las peripecias, he visto los paisajes, he sobrevivido a naufragios y terremotos, me he enfrentado a fieras y a bandidos, he pasado hambre y frío, me he extraviado en selvas y desiertos, he sufrido el escorbuto y la malaria, y todo lo he vivido con una convicción casi tan fuerte y real como la de don Quijote en la soledad alucinada de su biblioteca. Y es que yo soy como Quijano, y me conformo con mi rocín flaco y mi galgo corredor, y por supuesto con mi biblioteca y mi locura.


Y así siglos y siglos. Todos los españoles de todos los tiempos se han pasado gran parte de su vida mirando fijamente al fuego. Si no nos hemos matado más entre nosotros, ha sido por el fuego. Hay mucho que mirar ahí. Mirar el fuego purifica, nihiliza, amansa, llena el alma de filosofía, de una filosofía que no tiene conceptos ni palabras, que es solo un querer pensar, el gruñido y la bulla del pensamiento ante el misterio y el terror de vivir. Y a la orilla del fuego han borbolleado durante siglos los pucheros, el gran puchero patrio, que a juego con el abejorreo de las plegarias hacía contrapunto con el tronar de los cañones, y esa ha sido mayormente la música de fondo de nuestra historia desdichada.


En los días de invierno de mi infancia, mi pueblo encogía, se encerraba en sí mismo, como los pájaros y los gatos, y también encogía la gente, y todo era entonces más pequeño, salvo los campos, que parecían más desolados y más grandes que nunca. Campos yermos y desabrigados donde hasta el viento gime, temeroso y errante. Las puertas, que habían estado abiertas hasta después de las ferias de septiembre, se cerraban de día y se atrancaban por la noche. En invierno la gente tiene mucho más miedo que en verano. El viento llevaba por las calles el olor amoroso de los braseros, y las viejas caminaban más aprisa, arrebujadas como corujas, temerosas de Dios y del diablo. Lo más escondido y secreto de las carnes jóvenes volvía a la vergüenza y al espanto de lo prohibido. En invierno se hablaba más bajo, había largos, impenetrables silencios, solo rotos por las toses que, al cabo del verano, regresaban con notas más graves y profundas. La cigüeña se fue hace ya tiempo, el gato ronronea gustoso junto al fuego, chamuscándose casi los bigotes, y los perros sin amo caminan en invierno un poco de lado, como al bies, y ya no ladran con la facilidad y la alegría de antes. En días así, los muertos estarán más solos y olvidados que nunca. Allí estarán también mis padres, quién sabe si esperando a que me aprenda el camino y les lleve las flores que les debo. Y el viejo marino no acaba nunca de llegar…

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