¿Hago bien en contar historias? ¿No sería mejor que me sujetara la mente con un clip, tirara de las riendas y me expresara no con historias sino con la linealidad de una conferencia, donde frase a frase se va perfilando una única idea y en los párrafos ulteriores se la hilvana con otras? Podría usar citas y notas a pie de página, con un orden de puntos o capítulos podría exponer paso a paso mi razonamiento consecuente de quod erat demonstrandum; verificaría la hipótesis previamente formulada y al final sacaría conclusiones, como se sacan las sábanas tras la noche de bodas a la vista de la gente. Sería dueña de mi propio texto y podría cobrarlo sin trampa ni cartón. Pero no, consiento en desempeñar el papel de comadrona o de jardinera cuyo mérito, como máximo, radica en sembrar para luego combatir tediosamente las malas hierbas. El relato tiene su inercia, una inercia que nunca se puede controlar del todo. Exige personas como yo: inseguras de sí mismas, indecisas, fáciles de enredar. Ingenuas.
