Y ese rumor que hace el lápiz es el del fluir de las palabras en el pensamiento, las palabras que tienen algo de sonido aunque no se pronuncien, murmuradas separando apenas los labios. Escribiendo a lápiz estoy más cerca del silencio que busco. Lo que escribo parece que brota no de mi inteligencia ni de mi voluntad sino de la mina misma del lápiz, el venero negro del grafito en el que estaban las palabras como el mineral de carbón en sus galerías bajo la tierra. No me confieso escribiendo, no me afirmo en ninguna clase de opinión o creencia o propósito. Más bien me disgrego y me dejo ir. Sigo la veta y el caudal subterráneo de las palabras que vienen. Escribo de oído. Cuando afilo el lápiz las palabras tienen perfiles demasiado nítidos. Pero al cabo de unas líneas se ha amortiguado ese exceso de precisión, esa delgadez tan frágil que puede romper el hilo de lo escrito al mismo tiempo que se quiebra la punta del lápiz. Sin darme cuenta me acerco algo, poco, a una de las cosas que más envidio, el oficio del dibujo.
