No puedo ser historiador, pero quisiera que la literatura se ocupara consciente y seriamente de la función de escribir la historia, y que para ello se inspirara no en el ejemplo de los historiadores contemporáneos (a menudo tipos insensibles que se pasan la vida en archivos demasiado caldeados y que escriben en una lengua inhumana, fea, como de madera burocrática, de la que se ha evaporado toda poesía, en una lengua chata como un ciempiés y trivial como el periódico diario) sino que tornara a los ejemplos tempranos, quizá incluso a los griegos, al historiador-poeta, un hombre que o bien vio y experimentó él mismo aquello de lo que escribe, o bien bebió de la viva tradición oral, familiar o tribal, sin avergonzarse del énfasis ni de la emoción, y cuidando al mismo tiempo de la veracidad del relato.
En realidad somos testigos de la renovación de esa función de la literatura, sólo que se presta poca atención; diarios de escritores, ensayos-memorias, autobiografías de poetas retornan a esa tradición arcaica, a escribir la historia desde el punto de vista de un hombre soberano, y no de un profesor adjunto de universidad, esclavo de la metodología moderna, funcionario estatal, que debe complacer al mismo tiempo a su ministro y a la epistemología dominante actualmente en París. […]
Adam Zagajewski. En la belleza ajena