Imaginemos que usted, improbable lector/a, posee una decente biblioteca personal que ha ido construyendo a lo largo de los años y en la que, como estratos geológicos, los libros indican sus intereses y preferencias (también políticas) a lo largo del tiempo. Tenga usted en cuenta que las bibliotecas nos sobreviven, de modo que, por pura previsión, acuérdese de dejar muy claras instrucciones a sus herederos. Las bibliotecas suelen ser lo primero de lo que se deshacen cuando tienen que vaciar la casa, a menos de que los deudos sean auténticos letraheridos (no se pierdan en la web del Centro Virtual Cervantes la divertida y erudita historia de este catalanismo —”lletraferit”— que ha escrito el académico Pedro Álvarez de Miranda). A lo largo de mi vida he ido comprando en baratillos y librerías de lance docenas de volúmenes que conservaban en las páginas de cortesía amables, sentidas, circunstanciales, agradecidas dedicatorias de sus autores a los (ya fallecidos) propietarios del libro. Una vez adquirí en una librería anticuaria de Boston un par de libros que habían pertenecido al matrimonio Marichal-Salinas. Y en mi biblioteca tengo libros dedicados a importantes escritores de la generación de posguerra y anteriores adquiridos en librerías de lance de aquí y allá. Todo lo anterior viene a cuento de mi última sorpresa al respecto: en el catálogo de la casa de subastas en la que a veces pujo (poco: no me interesan los libros “de bibliófilo”) me fijo en un par de libros (ambos primeras ediciones) regalados a Luis García Berlanga (1921-2010) por sus autores con sendas dedicatorias manuscritas; el primero es «Dos días de setiembre» (Seix Barral, 1962), de mi admirado Caballero Bonald, que incluye una dedicatoria cariñosa y tenía un precio de salida de 30 euros; el segundo es «El Aleph» (Losada, 1949), con “dedicatoria en anteportada” y que, a pesar de algunos defectillos, tenía un precio de salida de 500 euros. Ya ven, la vida.
Manuel Rodríguez Rivero. Babelia