Lecturas: «Farándula», de Marta Sanz

La película «Eva al desnudo» («All About Eve», 1950) se alzó con buena parte de los oscars de aquel año. Entre ellos, los correspondientes al mejor guion adaptado y la mejor dirección, que recayeron en Joseph L. Mankiewicz, un admirable escritor que, desde «Carta a tres esposas» y «La condesa descalza» hasta «La huella», supo explorar como nadie los oscuros territorios del disimulo y el rencor, la falsedad de la vida y el placer de la venganza. Esta película y la malevolencia de su creador están muy presentes en la última novela de Marta Sanz, «Farándula», cuya trama habla —entre otras muchas cosas— de la preparación y el estreno de una adaptación teatral de aquel filme. En un relato anterior, «Daniela Astor y la caja negra» (2013), dos muchachas de 12 años soñaban el mundo bajo la impresión de las vidas de jóvenes actrices —cuerpos gloriosos y vidas erradas— de 1978: Susana Estrada y Sandra Mozarowski, Bárbara Rey o Amparo Muñoz. Pero aquí no hay lección moral tan explícita, ni la verdadera (y amarga) vida espera a nadie al otro lado de la ficción.

La farándula es, como dice la vieja Ana Urrutia, la espesa, “la síntesis de faralaes y tarántula”. El teatro (nos recuerda la autora en otro momento), ya deshechas las compañías de repertorio, sustituidos los salarios fijos por las comisiones de taquilla y el escalafón profesional por la arbitrariedad, es un reñidero de gatos y un semillero de odios. A un ritmo trepidante y nervioso, mediante flases-capítulos, Marta Sanz ha compuesto un certero friso de pobladores de ese mundo que agoniza pero todavía sobrevive. Unos son los actores que se han aventurado en la adaptación de Eva al desnudo: la ya veterana Valeria Falcón, que atisba el final de su carrera; la jovencísima e insustancial Natalia de Miguel (que lo mismo participa en un «reality show» que en una obra de prestigio) y su valedor (y luego marido), Lorenzo Lucas, escarmentado, pragmático y un punto cínico. Al otro lado de las candilejas, otros actores completan el reparto: la pareja compuesta por Mariana y Adolfo, que lo han hecho todo, que fueron actores reivindicativos y hoy intentan mirar los toros desde la barrera; Ana Urrutia, la actriz veteranísima a la que un ictus cerebral ha dejado en manos de todos; el matrimonio que forman la exquisita bróker Charlotte Saint-Clair y el actor de éxito mundial Daniel Valls, que, en el fondo, sabe muy bien que “es un débil mental”, como repite a menudo. Puede que esta última representación de quien alcanza la excelencia como actor, pero cuya naturaleza es simple y hasta brutal —tan fiel al pensamiento de Diderot acerca de los cómicos—, no sea el acierto mayor de este libro, aunque los lectores puedan reconocer allí —y seguramente les gustará— una visión muy satírica de quienes, sin más méritos que su vanidad y una idea elemental y aproximativa del mundo, se han convertido en iconos de la protesta contra todo.

Marta Sanz. FarándulaNo está mal, por supuesto, la presencia de esta dimensión de la farándula de hoy en una novela que es corrosiva de punta a cabo: desde que la abre un alucinado caleidoscopio de la Puerta del Sol (algo posterior a los indignados de 2011), que contemplamos con los ojos de Valeria cuando su tacón queda prisionero en una rejilla, hasta que se cierra el espectáculo con la misteriosa desaparición de Daniel Valls. Pero aquí y en algún otro lugar, el estilo vertiginoso, la rica fluencia verbal y la búsqueda denodada del sarcasmo se hacen demasiado mecánicos. La impresión de intensidad que se busca no suele conseguirse por acumulación, sino por el uso subrepticio del contraste y la variedad: por eso Cervantes era mejor que Quevedo. Pero debo reconocer que esa no es tacha mayor en esta buena novela. Cualquiera de sus pocos deméritos está rescatado por algunos otros momentos espléndidos: la captación de la intimidad doméstica de Adolfo y Mariana (cuando Lorenzo le lleva un dinero a su casa) es uno de ellos. Pero hay otros tres fragmentos, de los confiados al puro derroche verbal, que resultan antológicos: las reflexiones de otra actriz retirada, Mili, en el estreno de «Eva al desnudo»; el terrible monólogo vengador de Ana Urrutia, expulsada de casa de los Valls y vuelta al asilo, y la confesión final —escrita, no oral— de la misma Valeria Falcón en la que ha decidido “pensarme pensando dentro de otros” y que constituye el lúcido epílogo de un carrusel desasosegante e impiadoso. Esto es, necesario.

José-Carlos Mainer. Babelia


 

Textos

Charlotte Saint-Clair le saca diez centímetros a su marido, pero cuando él la ciñe por la cintura, está claro quién es la yegua y quién el jockey. Quién monta a quién. A ella, jaca de lujo, le gusta que las cosas sean así. La caracteriza una extraña vocación de servicio. Una necesidad de ser dulce en el refugio más allá de los ruidos electrónicos del teléfono móvil y de las terminales del ordenador. Servir al hombre, masajearle los pies, traerle, como un perrillo, el periódico en la boca. Las zapatillas. Mover el rabo. Arf, arf, Charlotte Saint-Clair.

Charlotte es clara y Daniel oscuro; ella lampiña, él velloso; ella pulida, pulquérrima, él huele a turba, a veces a sudor; ella es distante y él toca a las personas desde el primer momento. Él es torrencial, cálido; ella, fría en el estrato de la epidermis, pero cada vez que se acuesta con su marido le pone una pasión equivalente a la de Marnie cuando, por fin, supera la frigidez gracias al beso —¿de amor?— de Sean Connery: ojos en blanco, carne de gallina, salivación, reflujos y universo de colores que gira y gira y vuelve a girar; ella bebe con moderación dorados champanes y él es un sátiro amante del tintorro; ella come codornices envueltas en pétalos de rosa o ensaladas envasadas al vacío con estéticas tiras de remolacha que parecen patitas flotantes de medusa, y él roncha jabalíes asados mientras alguien amordaza al bardo de la aldea.

[…]

Álex no tuvo más remedio que pensar, aunque sólo fuera un minuto, que los mamporreros, los embalsamadores, las pajilleras, los empresarios de las industrias farmacéuticas del placebo y del cura sana culito de rana, los escritores de los libros de autoayuda, los emprendedores, los que cantan «no, no hay que llorar que la vida es un carnaval», los negociadores, los sindicalistas que pactan con la patronal, los responsables de las oenegés y de toda la caridad cristiana del mundo, los educadores en valores, los que dicen buenos días en el ascensor, los que desayunan fibra y fruta, los que nunca ven la botella medio vacía, no eran los héroes de estos tiempos que, por lo visto, no los necesitaban.

[…]

Nosotros no tenemos miedo de la gente. Nosotros somos ellos», Mariana se había guardado el fajo. Volvía a hablar de la gente y, cuando lo hacía, Lorenzo intentaba adivinar si la carga de la chispa eléctrica de dentro de sus ojos era angelical o demoniaca, porque la gente son maestras de niños huérfanos, niños huérfanos, campeones paralímpicos de natación, asesinos, la madre Teresa de Calcuta y el Papa del Palmar de Troya, violadores, viejecitas que viven solas y que nunca han roto un plato, científicos locos, trabajadores del matadero, especuladores, mujeres generosas que preparan grandes cenas y se quedan a velar a los pacientes de los hospitales, estudiantes desesperados, auxiliares de enfermería que te cogen la vena a la primera —¡benditas sean!—, traperos multados por la policía municipal, parados de cincuenta que parece que ya han cumplido setenta y nueve, actrices que dejan de trabajar por viejas pellejas, adulteradores de potitos, aceites y otros alimentos, maltratadores, conductores que atropellan a un chiquilín y se dan a la fuga, donantes de sangre, prestamistas, cofrades de semana santa, tasadores del precio del agua, sacerdotes pederastas, ateos filántropos, gitanos que se rompen la camisa en las bodas, lectores que estropean los libros y lectores que los dignifican, defraudadores, chóferes de coches oficiales que piden compasión, poetas soplagaitas, casamenteros, progenitores que llevan a sus vástagos a los castings infantiles para anuncios, concursantes, remienda-virgos, hombres de mediana edad que pasan hambre, misioneros, fingidores, agorafóbicos, pornógrafos, ablandadoras de clítoris, espectadores atentos de la miseria, bachilleres que suspenden y esnifan pegamento, monárquicos, republicanos, presidentes que afirman que todo, todo, todo va como la seda, dentistas que te destrozan la boca por maldad, ignorancia, prisa, universitarios exiliados, contribuyentes, limosneros, nómadas, víctimas que no son ni buenas ni malas, sólo son víctimas, verdugos, mercaderes de aspirina y sueros fisiológicos, estanqueros que no dejan fumar en su garito, viejos achicharrados en torno a un brasero, diáconos que no creen en la virginidad de María…

[…]

Yo no escribo para que nadie se reconozca en su parte inteligente, sino en su más abyecta y entrañable vulgaridad. En su caca, en su culo, en su pedo, en su pis. En el niño hijo de puta que fue y que posiblemente sigue siendo.

[…]

Estamos enterrados y hablamos en voz alta para no morirnos. Para constatar que aún la tierra no nos ha desecado la boca y la faringe. Para, en nuestra soledad, hacernos compañía. Para no enloquecer o enloquecer definitivamente. Hablamos sin la prepotencia o la falsa esperanza de aspirar a ser escuchados. Hablamos porque no nos queda más remedio que hablar. Vivimos en una situación permanente de últimas palabras.

Marta Sanz  Marta Sanz. Farándula

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