Lectura: «Me llamo Lucy Barton», de Elizabeth Strout

Lucy, una mujer de mediana edad, escritora, convaleciente de una intervención por apendicitis que ha tenido alguna consecuencia posoperatoria, se encuentra en un hospital en el centro de Manhattan, a la espera de unas pruebas que le concedan el alta definitiva. Con ella se encuentra su madre, una mujer acostumbrada a la dureza de una vida precaria, que ha acudido junto a su hija a petición del marido de Lucy, en la actualidad separado y vuelto a casar, el cual se ha quedado con las dos hijas, Chrissie y Becka, durante la convalecencia. Madre e hija hablan y por la ventana de la habitación se divisa el edificio Chrysler iluminado, como una referencia en la noche.

«Me llamo Lucy Barton», breve e intensa novela de Elizabeth Strout, es una conversación en la que Lucy actúa como narradora. Ella pertenece a una familia de un pueblecito minúsculo de Illinois llamado Amgash. El padre trabaja con maquinaria agrícola sin empleo estable, la madre se dedica a coser para otras familias. Son gente marginada por la pobreza, viven en el garaje que les presta su tío abuelo hasta que este fallece y se trasladan a la casa donde al menos había agua caliente y retrete con cisterna, aunque hacía mucho frío y Lucy se quedaba hasta tarde en el colegio para aprovechar el calor. Los demás niños les hacen el vacío (“Vuestra familia da asco”) y la maestra llega a decir a la madre que ser pobre no es excusa para llevar porquería detrás de las orejas. Lucy tiene una hermana y un hermano.

Lucy yace postrada en la habitación del hospital, vive lejos de sus padres y de sus hermanos y está atacada de soledad. Ha ido creando su propia historia, ha escrito cuentos, ha empezado a publicar, ha salido de la pobreza, es una mujer inteligente, sensible, creativa, pero en esta hora de soledad la vida y el azar la han devuelto a su madre, una persona de pocas palabras, austera y dura, resignada, que no duerme y vela a su hija con una paciencia estática. Y a partir de esta situación hablan, y ella reflexiona, opina, dice y se desdice, los tiempos se mezclan y la novela salta atrás y adelante al hilo de los recuerdos y de la conversación durante cinco días con sus noches. Son confidencias, recuerdos, chismes y referencias de la vida normal y corriente de dos personas normales y corrientes que hurgan en su soledad, en su pasado y en su presente para intentar ordenar el sentido de sus vidas, sobre todo el de Lucy, durante y después del encuentro.

Lo verdaderamente maravilloso de este libro es la formidable capacidad de la autora para extraer de la nimiedad y la poquedad de esas vidas el poderoso canto a la vida al que da forma. Solamente una sensibilidad extrema puede llegar a alcanzar la profundidad que esta historia contiene; una sensibilidad que permite a la autora extraer de cualquier detalle, de cualquier suceso menor, de cualquier destello de vida; es la singularidad de lo significativo lo que hace que los actos humanos más comunes e irrelevantes puedan convertirse en representaciones ejemplares de la realidad. El relato de la vida de esta mujer en la encrucijada es mucho más que la suma de anécdotas que contiene: es la historia, atravesada por la soledad, llena de emoción y de verdad, de una superviviente que busca el sentido del amor en su vida y entre las personas queridas, un amor hecho de desgracia y gratitud, de pérdidas y encuentros, de deseos cumplidos e incumplidos. “Creo conocer muy bien el dolor que de niños apretamos contra el pecho, que dura toda la vida, con una nostalgia tan profunda que ni siquiera eres capaz de llorar. Lo agarramos con fuerza, sí, con cada latido del corazón convulso: esto es mío, esto es mío, esto es mío.”

En la conversación con su madre entran muchas personas de su pasado, del presente y del futuro (Chrissie y Becka). Lucy es insegura, pero fuerte; es sensible, emotiva, tiene facilidad para identificarse con solitarios y desamparados. Por ahí aparecen las personas de su vida, la madre, el padre, su hermana Vicky con cinco hijos, su hermano y, naturalmente, sus hijas, pero también Kathie Nicely; William, su marido, hijo de un prisionero de guerra alemán; el querido profesor Haley, Sarah Pyne, la escritora que la subyuga, el pobre Jeremy y Molla, sus amigos, el sida y la sombra del nazismo… Lucy escribe y se convierte en escritora, pero no olvida la frase de Sarah Pyne: “Sólo tendréis una historia. Escribiréis esa única historia de muchas maneras. No os preocupéis por la historia. Sólo tendréis una”.

Y esta es, sobre todo, una historia. “Pero esta es mi historia. Esta. Y me llamo Lucy Barton”. Y esta es una novela llena de hondura, belleza y emoción. Una pequeña obra maestra.

guelbenzu José María Guelbenzu. Babelia


Textos

Cuento esto por la cuestión de cómo toman conciencia los niños de lo que es el mundo y de cómo actuar en él.

Por ejemplo, ¿cómo aprendes que es de mala educación preguntarle a una pareja por qué no tiene hijos? ¿Cómo se pone la mesa? ¿Cómo sabes que estás masticando con la boca abierta si nunca te lo ha dicho nadie? Aún más: ¿cómo sabes qué aspecto tienes cuando el único espejo de la casa es uno minúsculo muy por encima del fregadero o si nadie te ha dicho nunca que eres guapa, pero tu madre sí te dice, cuando tus pechos empiezan a desarrollarse, que cada día te pareces más a una vaca de las del establo de los Pederson?

[…]

Mi profesor se dio cuenta de que me encantaba leer y me daba libros, incluso libros de mayores, y yo los leía. Más adelante, en el instituto, seguí leyendo libros, cuando acababa los deberes, en un aula con calefacción. Pero los libros me aportaban cosas. Eso es lo importante. Hacían que me sintiera menos sola. Eso es lo importante para mí. Y pensaba: ¡Escribiré y la gente no se sentirá tan sola! (Pero era mi secreto. Ni siquiera se lo conté a mi marido inmediatamente, cuando lo conocí. Yo no podía tomarme en serio, pero lo hacía. ¡Me tomaba –en secreto, muy en secreto– muy en serio! Sabía que era escritora. No sabía lo duro que sería, pero eso no lo sabe nadie y, además, no tiene importancia.)

[…]

La furgoneta. A veces me viene a la cabeza con una claridad que me resulta asombrosa. Las ventanillas con chorretones de suciedad, el parabrisas ladeado, la mugre del salpicadero, el olor a diésel y manzanas podridas, y a perro. No sé el número de veces que me quedé encerrada en la furgoneta. No sé cuándo fue la primera vez, ni cuándo la última. Pero era muy pequeña, quizá no tuviera más de cinco años la última vez, porque si no, habría pasado todo el día en el colegio. Me metían allí porque mi hermano y mi hermana estaban en el colegio –eso es lo que pienso ahora–, y mis padres, trabajando. Otras veces me metían allí para castigarme. Recuerdo las galletas de soda con mantequilla de cacahuete, que no podía comerme del miedo que tenía. Recuerdo que aporreaba el cristal de las ventanillas, gritando. No pensaba que fuera a morirme, no creo que pensara nada: era simplemente el terror, el darme cuenta de que no iba a venir nadie y ver que el cielo se iba poniendo más oscuro y empezar a notar el frío. Siempre chillaba, sin parar. Lloraba hasta que casi no podía respirar.

[…]

El médico, que llevaba su tristeza con tanta gracia, había venido a reconocerme la noche anterior.

–Tenía un paciente en otra planta –dijo–. Vamos a ver qué tal va.

Corrió la cortina de un tirón a mi alrededor, como siempre. En lugar de tomarme la temperatura con un termómetro, me puso una mano en la frente y después me tomó el pulso con los dedos en la muñeca.

–Pues ya está –dijo–. Que duerma bien.

Cerró mi mano, le dio un beso, la sostuvo en el aire mientras descorría la cortina y salió de la habitación. Quise a aquel hombre muchos años. Pero eso ya lo he dicho.

[…]

Mira, escúchame, y escúchame con atención. Lo que estás escribiendo, lo que quieres escribir –volvió a inclinarse hacia delante y dio unos golpecitos con un dedo en las hojas que le había dado– es muy bueno y te lo publicarán. Pero escúchame bien. La gente se te echará encima por unir pobreza y maltrato. Una palabra tan absurda, una palabra tan convencional y absurda como maltrato, pero la gente dirá que puede haber pobreza sin maltrato, y tú no dirás nada. Nunca defiendas tu trabajo, nunca. Ésta es una historia de amor, tú lo sabes. Es la historia de un hombre atormentado todos los días de su vida por cosas que hizo en la guerra. Es la historia de una esposa que se quedó a su lado, porque eso es lo que hacían la mayoría de las esposas de esa generación, y cuando va a la habitación del hospital a ver a su hija habla compulsivamente de que el matrimonio de todo el mundo va mal, y ella ni siquiera lo sabe, ni siquiera sabe lo que está haciendo. Es la historia de una madre que quiere a su hija. De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta

[…]

Sé que mi marido vino a verme más de un día, pero es aquel día el que recuerdo, y por eso lo escribo. No estoy contando la historia de mi matrimonio. No puedo contar esa historia: no puedo aferrar ni explicar los muchos picos y valles, las bolsas de aire fresco y de aire viciado por los que hemos pasado. Pero sí puedo decir una cosa: que mi madre tenía razón; hubo problemas en mi matrimonio. Y cuando mis hijas tenían diecinueve y veinte años, dejé a su padre, y los dos hemos vuelto a casarnos. Algunos días tengo la sensación de quererlo más que cuando estaba casada con él, pero eso es algo fácil de pensar: estamos libres el uno del otro, pero no lo estamos, nunca lo estaremos. Y otros días me viene una imagen tan clara de él sentado a la mesa de su estudio mientras las niñas jugaban en su habitación, que siento ganas de gritar: «¡Éramos una familia!». Pienso en los teléfonos móviles de ahora, en lo rápidamente que nos ponemos en contacto. Recuerdo que cuando las niñas eran pequeñas le decía a William: Ojalá hubiera algo que los dos pudiéramos llevar en la muñeca, un teléfono, por ejemplo, y hablarnos para saber dónde está el otro todo el tiempo.

[…]

Becka, la más sensible de mis hijas, me dijo en aquella época:

–Mamá, cuando escribes una novela, puedes reescribirla, pero cuando vives con alguien veinte años, ésa es la novela, y no puedes volver a escribir esa novela con nadie.

¿Cómo lo sabía, mi niña querida? A tan tierna edad ya lo sabía. Cuando me lo dijo, la miré. Repliqué:

–Tienes razón.

[…]

¿Comprendo la pena que sienten mis hijas? Creo que sí, pero ellas podrían sostener lo contrario. Pero creo conocer muy bien el dolor que de niños apretamos contra el pecho, que dura toda la vida, con una nostalgia tan profunda que ni siquiera eres capaz de llorar. Lo agarramos con fuerza, sí, con cada latido del corazón convulso: «esto es mío, esto es mío, esto es mío».

 

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Elizabeth Strout Me llamo Lucy Barton. 

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