Abajo esas cejas arqueadas. Libro póstumo no suele casar bien con criterio literario de autor en vida. Y ante esta novela breve de Rafael Chirbes (1940-2015), uno de los mejores escritores de este país, las dudas son tantas o más legítimas, dado el potencial comercial de la edición de una obra inédita. Restablecido el arco de las cejas, toca esconder las prevenciones. En primer lugar porque su autor, a pesar de tratarse de un proyecto que fue retomado y abandonado por espacio de 20 años, la dio por finalizada meses antes de su muerte. Y en segundo lugar, por una razón que, de necesitarlo, anularía la anterior: «París-Austerlitz» es una novela breve soberbia, digna del talento y el oficio de su autor.
La temática de «Paris-Austerlitz» retrotrae a libros anteriores a los últimos de Chirbes, monumentales, shakesperianos, como «Crematorio» o «En la orilla». La trama se ubica a finales del siglo pasado, en París, una pareja homosexual a las que les diferencia edad, nacionalidad y extracción social. Quien nos narra esta historia a modo de duelo más intelectualizado que sentido es un joven madrileño, de familia acomodada, que viaja a París en su sueño de labrarse la vida como pintor.
El relato es un cierto pliego de descargo, descarnado y valiente, frío bisturí aplicado a la carne de la relación y al examante agonizante a causa del sida, sin piedad ni mentiras piadosas. Éste se llama Michel, de cincuenta y tantos, obrero cualificado de ascendencia normanda. El amante maduro y el amante joven. Carne nueva y protección. Intereses y desamparo. Te doy todo porque lo quiero todo de ti. Una batalla que como todas acaba con intercambio de cadáveres y reproches. Amante que abandona al enfermo. Amante que asfixia con su dependencia a quien no sabe cómo llamar a lo que siente. La agonía de Michel, en el hospital de Saint-Louis, y las visitas de su examante son un prodigio de la destreza de Chirbes tanto cuando relata el itinerario como el runrún de la carcoma, el colapso, el miedo, el desenlace, los distintos egoísmos del que se entrega sin preguntar y el que se va alejando sin avisar del todo. Y fascinante la manera en que Chirbes inserta los interludios del narrador explicando anécdotas de la infancia de Michel o las relaciones de ambos con sus respectivas madres.
Rafael Chirbes se nos muestra en estado de gracia en el control del qué y el cómo. Es directo y profundo, valiente y certero. No es concisión lo suyo sino algo que tiene mucho más que ver con la precisión, con la lucidez, con la verdad poética de levantar el telón, ver lo oculto, volverlo a bajar y tratar de olvidar lo visto. No sales igual que entras en esta estación de París Austerlitz. El único motivo por el cual no es incontestable este libro es por la resolución un poco abrupta, no fallida pero que muestra un desequilibrio con las casi 150 páginas anteriores. Como si mientras la escribía arrebatado por la inspiración —fantaseemos en modo «Kubla Khan», de Coleridge—, alguien hubiera llamado al timbre de casa de Chirbes y a esa interrupción no hubiese podido reponerse el novelista. Ése es todo el “debe” a este libro.
Devoramos las páginas de la trama, del ayer más o menos remoto al inmediato, al hoy y a un lugar por determinar desde el que nos habla quien narra. No hay compasión al narrar la carnicería que es amarse. Rafael Chirbes consigue aislar ese sentimiento, ese trastorno llamado amor y aplicarle tratamiento de verdad. El enfermo que se muere de sida lo hace por falta de anticuerpos, por falta de protección, de no prevenirse. Chirbes consigue que entendamos en una sutil comparativa que existe otro virus más tóxico, letal y universal que el sida, que es el amor romántico. Un sentir artificial más que natural ante el que la sociedad desde el siglo XVIII no tiene defensas, desamparada ante su adicción destructiva, abrasiva, sin remedio. Nos morimos mucho antes que —como Michel— de neumonía, de insatisfacción, de infelicidad, de frustración. Sin defensas ante el fuerte, el que abandona, el que no se entrega, el que decide. Sin defensas ante el débil, el que chantajea, el que reprocha, responsabiliza y se autolesiona. La disección de esa enfermedad llamada amor que hace Rafael Chirbes es certera, salvaje y valiente, en cierto modo, racionalmente incontestable. Sobre todo porque lo hace al servicio de la narración no de engrudo ensayístico, pulsando las teclas justas de explicador de historias, casi de memoria, sin esfuerzo, y adoleciendo, quizás, de esas 50 páginas de más que al menos yo necesito para que esta obra sea ¿perfecta? Y es que vamos a echar mucho de menos a Rafael Chirbes.
Carlos Zanón. Babelia
Textos
Regresan las imágenes de su narración original, génesis en el que nunca existió el paraíso, y quien aparece es el hombre mal afeitado que lo aparta de un manotazo cuando él le abre la puerta de casa, y coge a su madre por los hombros, la zarandea, la insulta, y de pronto se echa a llorar y cruza la salita en cuatro zancadas y se mete en el retrete, donde orina con la puerta abierta. El niño oye el ruido de la orina y ve la espalda del hombre, que, al salir del retrete, lo levanta hasta la altura de su cara y lo besa. La barba daña la mejilla del niño, que se aparta bruscamente, mientras oye la voz de la madre que dice: bésalo, es tu padre. Pero él no quiere besarlo. El hombre se queja: ya no me conoce. Y repite otra vez: no me conoce. Atardece. La luz se afila y recorta la figura del hombre, que pasa horas sentado en una silla, con la espalda recta, pegada al respaldo. El niño lo mira desde un rincón y luego se acerca a él y le pone la mano en la rodilla, pero el hombre no se mueve, se limita a respirar con un silbido que, cincuenta años más tarde, Michel me dice que reconoce en sí mismo: vengo de un gen con los fuelles rotos, dice.
[…]
Cuando acabamos el traslado, se puso a besarme, hundió la cara en mi hombro y se estuvo así, sin moverse, mucho rato. Sentía en el cuello el calor húmedo de su respiración y eso me daba seguridad: él se encogía como si buscara protección y yo me sentía protegido. Prodigios de la primera etapa del amor. Engañosas prestidigitaciones de la carne y juego de disfraces (los disfraces del deseo: la flor que atrae con su brillante color al insecto). […] La música, un aceite que engrasaba dos cuerpos desnudos, seres a los que se les había arrancado el caparazón (¿de qué frágil cualidad se vuelve el hombre despojado de su cáscara textil?); larvas que, en el espejo, parecían desprovistas de estructura interna, incluso de piel, mutilados pedazos de carne que se buscan.
[…]
Al amanecer, lo acompañé a la parada del autobús que lo llevaba a la fábrica, y aún ahora puedo ver su gesto de despedida detrás de la ventanilla, he vuelto a verlo cada vez que me separaba de él en el hospital y lo dejaba con los ojos inertes, Michel, con su chupa de cuero y su bufanda roja, la mano levantándose hasta que se pone al lado de su cara que apenas esboza una sonrisa. El rostro de un hombre satisfecho en un autobús que se desliza y empequeñece y confunde con los otros vehículos bajo la luz anaranjada de las farolas. Aún faltan varias horas para que amanezca. Arrecia la lluvia, vuelvo a la carrera a casa, me preparo otro café y dudo si meterme en la cama o ponerme a dibujar un rato.
[…]
Bernardo, mi amante en Madrid, dice que esa búsqueda de una finalidad por encima de lo que vives y te pasa es mi concepción jesuítica del mundo, estúpida búsqueda de los novísimos, del sentido de la vida, del más allá, todas esas cosas que no quieren decir nada y te enredan y te condicionan la vida. Bernardo: condena segura a la infelicidad. Te inyectan el virus de la trascendencia de niño, y se convierte en una dolencia crónica que ya no se cura.
Rafael Chirbes, Paris-Austerlitz. Anagrama.