Lectura: «Reparar a los vivos» de Maylis Kerangal

Maylis de Kerangal. Reparar a los vivosLe Havre. Simon Limbres regresa con sus amigos de una adrenalínica sesión de surf. La camioneta en la que viaja choca contra un árbol. Poco después de ser ingresado en el hospital, el joven muere, pero su corazón sigue latiendo. Thomas Remige, un especialista en trasplantes, debe convencer a unos padres en estado de shock de que ese corazón podría seguir viviendo en otro cuerpo. Y salvar, tal vez, una vida. Éste es el contundente arranque de la novela, que mantiene al lector en vilo hasta las últimas líneas. En El intruso, un espléndido ensayo autobiográfico, Jean-Luc Nancy narraba en primera persona la experiencia de vivir con un corazón ajeno. Kerangal aborda aquí el tema en una no menos espléndida ficción literaria. «Conocí a un enfermero coordinador de trasplantes», declara la escritora francesa, «encargado de recoger el consentimiento de las familias, en pleno duelo. Quedé conmocionada. Hay una forma de heroísmo discreto en los donantes de órganos que me parece mucho más interesante que algunas figuras espectaculares de las que se nos habla sin cesar.» En «Reparar a los vivos», Maylis de Kerangal sutura con enorme maestría las palabras y las frases del cuerpo ficcional, en un relato de precisión quirúrgica sobre un trasplante cardíaco, cuya prosa sin duda acelerará nuestras pulsaciones.

(Contraportada del libro. Anagrama)

Textos

Lo que es el corazón de Simon Limbres, ese corazón humano, desde que se aceleró su cadencia en el instante de nacer cuando otros corazones se aceleraban a la par, saludando el evento, lo que es ese corazón, lo que lo hizo brincar, vomitar, engordar, danzar liviano como una pluma o pesar como una piedra, lo que lo aturdió, lo que lo hizo derretirse: el amor; lo que es el corazón de Simon Limbres, lo que filtró, registró, archivó, caja negra de un cuerpo de veinte años, no lo sabe nadie con exactitud […]

[…] Révol sabe que lo ha comprendido, sabe que lo sabe, y con infinita dulzura consiente en estirar el tiempo que precederá a lo que va a decir, coge el sulfuro, lo hace rodar en la palma de la mano: la bola de vidrio despide reflejos tornasolados bajo la luz fría del fluorescente, esmalta las paredes y el techo, pasa por el rostro de Marianne, que abre los ojos, y ésa es la señal para Révol de que puede hablar.

–Su hijo está grave.

Al oír esas primeras palabras –timbre claro, cadencia pausada–, Marianne fija sus ojos –secos– en los de Révol, que le devuelve la misma mirada, mientras la frase arranca, mientras se forma ya, límpida sin ser brutal –semántica de una precisión frontal, largos ligados a los silencios, lentitudes que casan con el despliegue del sentido–, lo bastante lento para que Marianne pueda repetirse interiormente cada una de las sílabas que oye, plasmarlas en su mente: a consecuencia del accidente, su hijo ha sufrido un traumatismo craneal, el escáner muestra una lesión importante a la altura del lóbulo frontal –se lleva una mano detrás de la frente acompañando sus palabras–, y esa conmoción violenta ha provocado una hemorragia […]

[…] ni olor de café, perfume de flores o especias, ni un niño de mofletes rubicundos corriendo tras una pelota o acuclillado la barbilla sobre las rodillas, siguiendo con la vista una canica china rodando por la acera, ni un grito, ni voces humanas hablándose o murmurando palabras de amor, ningún llanto de recién nacido, ni un solo ser vivo atrapado en la continuidad de los días, dedicado a los actos sencillos, insignificantes, de una mañana de invierno: nada viene a alterar la pesadumbre de Marianne, que camina como una autómata, pasos mecánicos y porte desvaído. En este día funesto, yo te ruego dios mío. Se repite esas palabras por lo bajo, no sabe de dónde salen, las pronuncia mirándose la punta de las botas como si acompañasen su golpeteo afelpado, un sonido regular que le evita pensar que por el momento sólo tiene que hacer una cosa: un paso, otro paso, otro y sentarse a beber algo.

 Thomas sirve agua en los vasos, se levanta para cerrar la ventana, atraviesa la habitación, y al hacerlo observa a la pareja, no despega los ojos de ese hombre y esa mujer, los padres de Simon Limbres, y a buen seguro en ese instante se acalora mentalmente, consciente de que se dispone a maltraerlos, a insertar en su pena un interrogante que todavía ignoran, a pedirles que mediten y formulen respuestas, cuando son unos zombis golpeados por el dolor, satelizados, y sin duda se prepara a hablar como se prepara a cantar, relaja los músculos, disciplina la respiración, sabedor de que la puntuación es la anatomía del lenguaje, la estructura del sentido, tanto es así que visualiza la frase de arranque, su línea sonora, y vislumbra la primera frase que pronunciará, la que va a hender el silencio, precisa, rápida como un corte, un tajo más que una resquebrajadura en la cáscara del huevo, más que la grieta que trepa por la pared cuando la tierra tiembla. Arranca lentamente, recordando con método el contexto de la situación: creo que habrán entendido que el cerebro de Simon está en trance de destrucción; no obstante sus órganos siguen funcionando: es una situación excepcional. Sean y Marianne parpadean, a modo de asentimiento. Thomas, alentado, prosigue: soy consciente del dolor que sienten ustedes, pero he de plantearles un tema delicado –su rostro se orla de una luz diáfana y su voz sube imperceptiblemente un grado, totalmente límpida cuando declara:

–Nos hallamos en un contexto en el que cabría la posibilidad de que Simon donase sus órganos.

 La niña está frente a sus padres mientras declina el día al oeste, sumiendo poco a poco la ciudad en la oscuridad, y ahora ya sólo son siluetas. Marianne y Sean se acercan, la niña no se inmuta, guarda silencio mientras sus ojos devoran la oscuridad –el blanco de sus pupilas como caolín–, Sean la alza en brazos, Marianne los abraza por la cintura –los tres cuerpos fundidos con los párpados cerrados como en los monumentos a la memoria de los náufragos erigidos en los puertos del sur de Irlanda–, después vuelven al sofá, se desplazan en diagonal sin despegarse, tríada romana protegiéndose del exterior […]

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