Belén ha cambiado mucho desde mi última estancia, hace más de una década. Ha crecido con la cohorte de refugiados que han huido de sus tierras convertidas en campos de tiro y se hacinan en chabolas hechas de bloques de cemento sin pintar y enfrentadas como si
fueran barricadas, la mayoría inacabadas, con techos de chapa y erizadas de chatarra, con ventanucos inquietantes y entradas grotescas. Parece un inmenso centro de reagrupamiento donde todos los parias del mundo se han dado cita para forzar una absolución cuyas condiciones son una incógnita.
Apoyados sobre sus bastones, la kefia ceñida a la cabeza y la chaqueta abierta sobre un chaleco ajado, unos vejetes famélicos sueñan despiertos sentados en el umbral de sus casas, unos sobre taburetes, otros sobre un escalón. Parecen no atender más que a sus recuerdos, mirando a lo lejos, inexpugnables en su mutismo, para nada alterados por el jaleo que arman los chiquillos peleándose a voz en grito a su alrededor.
Yasmina Khadra. El atentado
