Como de tantas cosas susceptibles de un uso no productivo, también de la lectura ha solido hacerse una propaganda tendenciosa, que apenas concede un valor residual a lo que bien podría constituir su principal reclamo: se trata de una formidable manera de obtener placer. Una fábrica de goce, de dicha.
Admito que así expresado puede resultar algo cursi o intempestivo. Y tengo presente que el placer – “el placer de leer”- ya ha sido invocado en más de una ocasión en los eslóganes acuñados para la publicidad de algunos libros o editoriales. Propongo sencillamente -glosando llanamente a Barthes y sus arrebatados apuntes, tan propios de los setenta- profundizar en la cuestión y otorgar a ese término, el de “placer”, un alcance superior al que suele concedérsele en los reclamos publicitarios, donde su campo semántico aparece reducido a las connotaciones ligadas al ocio, a la distracción, al entretenimiento.
Todo esto -distraerse, entretenerse- está muy bien, no digo que no. Como no deja de estar bien, dígase lo que se diga, encomiar el valor que la lectura tiene como herramienta de conocimiento y de emancipación, así sea desde “el punto de vista humanista” al que Barthes alude con retintín.
Se trata simplemente de sustraer a la lectura de la lógica del capital, es decir, de la lógica del trabajo y el rendimiento. De relegar a un segundo plano su valor instrumental, su carácter de inversión mediante la cual obtener logros de cualquier clase. Y con ello, descargarla de las connotaciones de esfuerzo, de sacrificio y hasta de sufrimiento que suelen ir ligadas a esos logros.
Al mismo tiempo, exaltar el placer que la lectura procura como algo más que un esparcimiento, una relajación, una evasión de la esfera del trabajo. Reivindicar la especificidad y la intensidad de ese placer, su naturaleza absorbente y en absoluto subsidiaria o compensatoria, su carácter asocial, su potencial subversivo, su autosuficiencia y su plenitud.
Quizá ese fuera el camino: prestigiar la lectura con el aura maldita de los placeres prohibidos, como son en definitiva todos los placeres verdaderos, en los que el yo aprende a liberarse de sus ataduras.
Ignacio Echevarría, crítico literario
