Textos de la lectura de «Todo lo que hay»

—Tolstói era más joven, sólo tenía veintitrés.
—¿Cuando escribió qué?
—Infancia, adolescencia, juventud.
(…)

Deberías leer Infancia, adolescencia… Hay un maravilloso capítulo breve en el que Tolstói retrata a su padre, alto, calvo y con sólo dos grandes pasiones en la vida. Piensas que van a ser su familia y sus tierras, pero luego resulta que son los naipes y las mujeres. Es un capítulo extraordinario. 

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Un poco más arriba había una librería que le gustaba. El dueño era un cincuentón menudo que siempre vestía trajes buenos. Se contaba que era el hijo descarriado de una familia muy rica. Desde niño amaba la lectura, había querido ser escritor y hasta llegó a copiar a mano páginas enteras de Flaubert y Dickens. Imaginaba que algún día viviría en París, en un apartamento lleno de luz donde trabajaría en completa soledad, pero cuando se fue a vivir a París se sintió demasiado solo y nunca fue capaz de escribir nada.

 

Pidió una cerveza. Flotaba con el tiempo. Se veía reflejado en el espejo sombrío y plateado que había detrás de la barra, como se había visto años atrás cuando llegó a la ciudad, joven y ambicioso, con el sueño de encontrar su lugar y todo lo que ello implicaba. Se estudió en el espejo. Estaba a medio camino o quizá un poco más allá, según de dónde empezase a contar. Su vida real había empezado a los dieciocho, la vida que ahora llegaba a su cúspide. 

 

Ya no eran las mujeres de los hervideros centroeuropeos, aquellas madres y esposas exhaustas. Ahora eran mujeres refinadas y brillantes, como en la Viena del XIX, una estirpe femenina que daba lustre a Nueva York. Ya nadie las llamaba judías. Esa palabra evocaba un universo rabínico y beato, aldeas miserables en las estepas rusas. Eran mujeres sofisticadas, ambiciosas, instaladas en el centro de todo. Y su encanto. No había estado con ninguna. Sus vidas eran cálidas, no despreciaban los placeres o los bienes materiales. Podría haberse casado con una de ellas, haberse incorporado a ese mundo poco a poco, admitido como converso. Habría vivido entre ellos, en esa extraordinaria densidad familiar formada a lo largo de los siglos. Y habría asistido como uno más a las cenas de Pascua, a los cumpleaños y funerales, con la cabeza cubierta y un puñado de tierra en la mano para arrojarlo a la tumba. Casi lamentaba no haberlo hecho, no haber tenido la oportunidad. Pero al mismo tiempo no conseguía imaginarlo. Nunca habría encajado en ese mundo.

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