Lo que aleja irremediablemente al político del escritor no es la cuestión ideológica (…) ni su confianza en la bondad o en la maldad de la especie, ni su desprecio o su fascinación por las recompensas materiales, (…) ni siquiera la diferencia de ceros que adorna sus respectivas cuentas bancarias.
Lo que aleja decisivamente al político del escritor es su antagónica relación con los detalles. La política, por definición, es el reino de la negación del detalle. George Walter Bush dice a micrófono abierto: «Hay que parar esa mierda», y «esa mierda» es el Líbano, es Hezbolá, es Siria, es Israel, es Palestina, es una historia de milenios fundada sobre la intolerancia religiosa y sustentada por intereses económicos que afectan a millones de personas.
Por su parte, la literatura, por definición, es la fraternidad del detalle, una práctica ya milenaria que se alimenta del detalle, un ejercicio absorbente que en el detalle encuentra su recompensa y su razón íntima de existir. Porque el escritor, en este caso, tiene que descender al detalle y explicar qué demonios es «esa mierda», por qué huele tan mal, quién la fomenta, tolera y consiente, quién hace de ella su modo de vida. El escritor es la persona que analiza «esa mierda» abstracta que el político derrama sobre los mapas. Y en esa meticulosa y no siempre placentera lección de escatologia, en ese arduo proceso para desentrañar los detalles que hacen que «esa mierda» sea lo que es, y no otra cosa, es donde el escritor encuentra su mayor premio: la dignidad.
Pervertir la realidad a través del lenguaje, lograr, lograr que el lenguaje diga lo que la realidad niega, es una de las mayores conquistas del poder. La política se convierte, así, en el arte de disfrazar la mentira.
