Lectura: «Melancolía de la resistencia», de Laszlo Krasznahorkai

Tragicómica y melancólica, esta novela nos presenta un mundo plúmbeo y totalitario, dominado por fuerzas ciegas e impersonales. Un escenario humano desolador en el que la inteligencia es anulada por la fuerza bruta y la violencia, y en el que el caos arrastra irremediablemente a unos personajes que, entre el conformismo y la insignificancia, no aciertan a crear un orden nuevo menos cruel y menos gris. El estallido de violencia no alcanza siquiera el rango de revolución y la vida transcurre, en esta pequeña y anónima ciudad húngara, sumida en una atmósfera de terror y amarga ironía. Melancolía de la resistencia es una obra maestra del humor negro.

El director de cine Béla Tarr adaptó la novela de László Krasznahorkai al cine en el año 2000 con el título Werckmeister-Harmonies. Béla Tarr ha sido el primer director húngaro en alcanzar la devoción de los círculos cinéfilos desde Miklos Jancso. Algunos críticos lo consideran el «autor» europeo del Este más importante de la actualidad.

(Contraportada de la edición de Acantilado)


Textos

Como el tren de pasajeros que unía las poblaciones ateridas por las heladas en la zona sur de la Gran Llanura, entre el río Tisza y el pie de los Cárpatos, no acababa de llegar a pesar de las confusas explicaciones del ferroviario, que iba y venía, desconcertado, junto a los raíles, y de las promesas cada vez más decididas del jefe de estación, que, nervioso, salía una y otra vez al andén («Qué le vamos a hacer, ha vuelto a esfumarse…», señalaba el ferroviario con ademán de menosprecio y expresión entre amarga y maliciosa), el convoy de emergencia —compuesto por dos vagones destartalados con bancos de madera y una locomotora anticuada y enferma del tipo 424, que únicamente podía utilizarse en casos llamados «especiales»— se puso por fin en marcha más de una hora y media después de lo indicado por un horario que, de todos modos, no le atañía.


Sabía perfectamente que el mundo la superaba de manera inconmensurable —igual que «la luz superaba la visión», como solía repetir hasta la saciedad su hijo enamorado de las estrellas— y era también consciente de que, mientras las personas como ella, habitantes de nidos tranquilos, de oasis pequeños de honorabilidad y prudencia, pensaban aterrorizadas en cuanto ocurría en el exterior, toda la ralea bárbara e irrefrenable del tipo de la cara hirsuta se movía allí con instintiva. seguridad: sin embargo, ella nunca se rebelaba contra este mundo, asumía sus incomprensibles leyes, sentía gratitud por sus pequeñas alegrías y confiaba, no sin cierta razón, se decía ella misma para animarse, en que el destino le ahorraría los golpes. Preservaría y protegería esta pequeña isla de su vida y no dejaría, pensó la señora Pflaum buscando las palabras, que ella, que siempre había deseado sólo paz y tranquilidad para todo el mundo, acabaría arrojada al mundo exterior como una presa.


En la parte delantera vivía la propietaria, una anciana que comerciaba con vino, y ella habitaba el cuarto trasero de esa casa campesina que amenazaba ruina, y aunque al lugar le hacían falta algunas reformas, ella no se mostraba insatisfecha: pues si bien era cierto que el techo bajo le impedía enderezarse como era debido y obstaculizaba, por tanto, su movilidad en la habitación, y los ventanucos —que no cerraban— y las paredes —que se descascaraban por culpa de la humedad— dejaban mucho que desear, la señora Eszter se mostraba como una partida ferviente de la llamada falta de pretensiones y ni siquiera prestaba atención a estas bagatelas, por cuanto, en su opinión, si una «vivienda» tenía una cama, un armario, una lámpara y un lavabo y, además, no entraba la lluvia, las necesidades de la persona estaban completamente cubiertas.


Lo cierto era que Valuska no «veía» la ciudad, acostumbrado como estaba a mirar únicamente el suelo a sus pies, ya que no podía contemplar siempre la mareante cúpula de la bóveda celeste. Con las botas muy andadas, el pesado abrigo de servicio, la gorra adornada con un escudo, el bolso de piel provisto de hebillas al costado, bolso que parecía formar parte de su cuerpo, la espalda encorvada y sus peculiares pasos anadeantes perfectamente identificables, trazaba sin parar círculos entre los edificios de su ciudad natal amenazados de ruina, pero ver, lo que se dice ver… sólo veía el suelo, o mar, las rectas y curvas de las aceras, de los caminos asfaltados o pavimentados con adoquines y de los senderos de la periferia, casi intransitables para los otros debido a la basura pegada al hielo, y así como conocía mejor que nadie las subidas y bajadas, las grietas y los baches (con los ojos cerrados podía precisar dónde se encontraba, por el mero contacto de sus suelas), no tenía ni la menor idea de los minúsculos detalles de muros, verjas, portones y canalesones que iban envejeciendo al mismo tiempo que él, por el simple hecho de que la imagen que tenía de ellos en su interior no admitía el más mínimo cambio, de suerte que sólo era consciente de su esencia (es decir, de que existían), y otro tanto ocurría con el país, con las estaciones que se iban sucediendo y con las personas que vivían a su alrededor.


«Retiro el pensamiento —miró atrás por última vez—, retiro por mi parte todos los pensamientos claros y libres por considerarlos una estupidez mortífera, rechazo a partir de este instante la utilización de la mente y sólo me aferró a la indescriptible alegría de la renuncia»… sólo me aferró a esto, repitió Eszter, para existir en silencio, sin tacha, en vez de gesticular… Acto seguido empuñó el tirador, entró y cerró la puerta de la calle. Como si se hubiera liberado de una carga enorme, se sintió inundado por un profundo alivio en el mismo umbral; y como si hubiera dejado fuera todo cuanto había sido hasta el momento, recuperó de súbito la energía, recobró la seguridad altiva

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