«Un libro es algo brusco». María Negroni

Un libro, en cualquier caso, es algo brusco: cae, busca herir el acuerdo, desbaratar las definiciones, fundar un lugar donde quepan el bies, el borde, la cojera, el silencio y la infancia antes de la palabra. A eso, sin duda, se refería Clarice Lispector cuando dijo:

Me gustaría que me lean en los renglones vacíos.

O la norteamericana Louise Glück, en estos versos brevísimos:

En una época

solo la certeza me daba

alegría. Imagínense.

La certeza, una cosa muerta.

Ni la frase de Lispector ni los versos de Glück son inofensivos. Son más bien piedras lanzadas contra la estupidez, lo políticamente correcto y la calamidad didáctica.

Faulkner solía decir que, como escritor, apenas disponía de un territorio del tamaño de un sello de correos.

Ese bastión minúsculo alcanza.

Lo que se busca es siempre un carozo de infancia.

Una unidad de medida que marque el advenimiento escueto y absoluto de un sí.

A mí también me gusta pensar que la miniatura tiene algo en común con el poema, como los juguetes, las postales viejas, los caballos de las calesitas. Me gusta pensar que esas formas breves, e indiferentes a las peripecias, permiten moverse rápido entre el incipit y la cadencia final.

No tengo más raíces que la letra, pareciera afirmar el poema.

No insisto más que en lo anónimo.

Los poemas son centros adentro de un centro, micrografías del deseo.

No hay más asunto en ellos que la habitación del abismo, más privilegio que la posibilidad –única— de encontrar nuevos enigmas.

En esa cacería, incansable y fallida, el poema apuesta a lo absoluto, que no es sino la dicha de encarnar una primera persona, cada vez más imbuida de su propia ausencia.

Y esa tarea es incómoda y lúcida, como todo lo que está abocado a persistir en el mundo, para escuchar el silencio, para darlo a escuchar.

María Negroni

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