Los Auersberger llevaban colgando de los brazos varios paquetes envueltos en papel de envolver de tiendas famosas del centro, y tenían puestos los mismos abrigos ingleses que se ponían treinta años antes para hacer sus compras en el centro, todo en ellos estaba, como suele decirse, elegantemente desgastado. Realmente sólo la Auersberger me había hablado en el Graben, y su marido, ese compositor seguidor de Webern, como suele decirse, no me había dicho nada en todo el tiempo, y con su silencio había querido indudablemente herirme, pensaba ahora en mi sillón de orejas. Todavía no sabían nada de cuándo sería el entierro de Joana en Kilb, me dijeron. A mí, poco antes de salir ese día a la calle, la amiga de la infancia de Joana en Kilb me había informado de que Joana se había ahorcado; al principio, esa amiga, una tendera de ultramarinos de Kilb, no había querido decirme por teléfono que Joana se había ahorcado, que había muerto, me había dicho la amiga por teléfono, pero yo le había dicho a la cara que Joana no había muerto, sino que se había matado, de qué forma lo sabía sin duda ella, la amiga, sólo que no quería decírmelo; las gentes del campo tienen aún más inhibiciones que las de la ciudad para decir claramente que alguien se ha matado, y lo que más les cuesta es decir de qué forma; yo había pensado en seguida que Joana se había ahorcado, y realmente le dije por teléfono a la tendera de ultramarinos: Joana se ha ahorcado; eso había desconcertado a la tendera de ultramarinos y sólo había dicho que sí.
La gente como Joana se ahorca, había dicho yo por teléfono, no se tira al río, ni desde un cuarto piso, sino que coge una cuerda, la anuda con habilidad y se deja caer en el lazo.
Las bailarinas, las actrices, le había dicho por teléfono a la tendera de ultramarinos, se ahorcan. Que no hubiera sabido nada de Joana en tanto tiempo, pensaba en mi sillón de orejas, me había resultado ya sospechoso muchísimo tiempo, no se suicidará un día esa engañada, esa abandonada, esa escarnecida, esa mortalmente herida, había pensado a menudo en los últimos tiempos. Pero delante de los Auersberger, en el Graben, había hecho como si no supiera nada del suicidio de Joana y les había fingido una sorpresa y, al mismo tiempo, conmoción totales, aunque a las once de la mañana, en el Graben, no me había visto sorprendido ya ni tampoco conmovido ya por aquella desgracia, porque la había sabido ya a las siete de la mañana y, realmente, gracias a haber ido y venido varias veces por el Graben y por la Karntnerstrasse había podido soportar y a, resistir el suicidio de Joana con el aire frío y fresco del Graben.
Tala

Thomas Bernhard