
El autor conjuga la historia íntima con los hechos en una aclamada novela sobre el tránsito de la dictadura del Estado Novo a la democracia en Portugal
Origen: LIBROS | Crítica del libro de Hugo Gonçalves ‘Revolución’ | El Periódico
Textos
Una mañana de tormenta y malos augurios, María Luísa dejó a su hija de tres años en una casa cerrada con llave. No por casualidad sus camaradas usaban el verbo «zambullirse» cuando se pasaban a la clandestinidad. En esa vida, la inmersión sin reservas implicaba que el partido tenía prioridad sobre cualquier relación que pusiera en riesgo la lealtad de los militantes. En los últimos años, Maria Luísa había pasado hambre, sed, frío, sueño, cansancio extremo, había dormido al raso, había recorrido un pie cientos de kilómetros, había cortado todo contacto con su familia, había renunciado a su identidad hasta el punto de que casi había olvidado quién era. La última vez que había estado en una consulta médica, a la hora de rellenar la ficha, no recordaba su nombre de pila, ni siquiera el falso, que cambiaba siempre que les asignaban un nuevo domicilio.
Pese a ser conservadora, Antónia se había afianzado en un negocio que le exigía seguir la modernidad, superando las limitaciones impuestas a una mujer nacida en 1926, en el seno de una humilde familia portuguesa. Nunca se ponía pantalón, aunque hiciera el trabajo que su marido no podía o no quería hacer, desempeñando un cargo de dirección ocupado exclusivamente por hombres en un país donde las maestras, a las que les estaba prohibido usar maquillaje, necesitaban la autorización del Gobierno para casarse, un país en donde solo votaban en las elecciones locales y no podía tener pasaporte, salir del país, abrir una cuenta bancaria, fundar una empresa, firmar un contrato o alquilar una vivienda sin el aval del marido.
Malu Tormenta: la torturada por la PIDE, la exiliada, la disidente del PCP. Nada la había doblegado, cada nuevo revés había servido para soportar aún más a la guerrilla. Su intrepidez era hechizante, su carisma subyugaba al público. Pureza sintió admiración por su hermana, miedo por la destemplanza de sus seguidores. Maria Luísa calzaba botas militares y empuñaba el megáfono como si fuera una de las pistolas que había aprendido a montar y desmontar en un campo de entrenamiento paramilitar.
Jaime era un agente sobre el terreno, los estrategas aparecieron al día siguiente. Un profesor universitario, un fabricante de armas y un torero. Traían órdenes superiores de los exiliados en España. Saludaron a Diogo como lo harían en las fiestas donde se habían cruzado antes de la revolución y no tardaron en olvidarse de él para debatir los planos de futuro con Jaime. Mientras les servía café, Diogo se enteró de que el Partido del Progreso estaba a punto de ser ilegalizado, que el COPCON había asaltado su sede y requisado documentos comprometedores que no se habían quemado. Entre ellos, un inventario de armas. Aquella fue también la primera vez que Diogo oyó hablar del Ejército de Liberación de Portugal, cuyas siglas, ELP, le sonaban un grito de auxilio en inglés. Desde la cocina, mientras vaciaba ceniceros, alcanzó a oír que, tras la retirada y un período de organización, se formarían milicias para acciones de guerrilla y sabotaje. Primero había que poner la riqueza a salvo del afán confiscador del Estado. Se hablaba de incautaciones en la frontera portuguesa, de vehículos cargados con la plata familiar, maletas repletas de dinero y damas de la alta sociedad a las que registraban porque escondían las joyas en la ropa interior.
Con el Proceso Revolucionario en Curso, María Luísa vivió la impetuosidad de una profecía que por fin se veía cumplida. El país había cambiado, era un laboratorio de vanguardia donde se encontraría la cura para cualquier enfermedad. Todo era nuevo, posible y emocionante. En una de las naciones más putrefactas del Viejo Mundo, había ahora la oportunidad de crear una sociedad de raíz, una perfección intentada, pero jamás alcanzada, en ensayos previos por todo el planeta.
En 1960, a millas de kilómetros de Sintra, la KGB confiscó el manuscrito de un libro escrito por un judío ucraniano, Vasili Grossman. Como periodista, Grossman había conocido la guerra en primera línea, había estado en la batalla de Stalingrado y fue uno de los primeros en escribir sobre los campos de exterminio nazis. Grossman moriría de cáncer cuatro años después de que le confiscaron el manuscrito, y el libro solo se publicaría en 1980, en Francia, gracias a una copia que el autor había entregado a un amigo. Cuando se oyó un disparo en la propiedad de los Storm, nadie en la familia había leído las casi mil páginas de Vida y destino, y por tanto nadie pudo descifrar en el rostro de Antónia lo que Grossman había escrito más de cuarenta años atrás: «Todos los hombres son culpables ante una madre que ha perdido a un hijo en la guerra y, a lo largo de la historia de la humanidad, todos los esfuerzos que han hecho por justificarlo han sido en vano».
