Lectura: ‘Lo que queda de luz’, de Tessa Hadley

Tessa Hadley

Crítica de ‘Lo que queda de luz’: artificios para sobrevivir

Con alguna displicencia, un crítico británico adjetivó en su día de «bajo octanaje» las novelas de Tessa Hadley (Brístol, Reino Unido, 1956) por los escenarios que suele frecuentar en ellas; esto es, la clase media de blancos acomodados y edad madura, con su aburrimiento, renuncias e hijos crecidos, con sus…

 Origen: Crítica de ‘Lo que queda de luz’: artificios para sobrevivir


Textos

Escuchaban música cuando sonó el teléfono. Eran las nueve de una noche de verano, habían terminado de cenar y Christine atendía con concentración, sentada sobre sus pies en la butaca; reconocía la música, pero no registraba el nombre del compositor. Alex había elegido la pieza sin consultarla y Christine se negaba obstinadamente a preguntárselo: a Alex le gustaba demasiado saber lo que ella no sabía. Estaba echado en el sofá del ventanal con un libro abierto en la mano, sin leer, el libro caído sobre el pecho porque en realidad miraba el cielo. Su piso ocupaba la primera planta del edificio y la ventana de la sala daba a una calle amplia, flanqueada por plátanos.


Los reservados silencios de Alex cuando estaba con sus amigos no dañaban su reputación como el más excéntrico y dotado de ellos, y cuando se decidió a hablar era original, enérgico y divertido. Los otros se inspiraron en sus opiniones. El uso peculiar que Alex hacía del lenguaje quizás fuera el último vestigio de su condición de extranjero: su charla era sustancial, como sus poemas, y le gustaba el lenguaje llano, el vocabulario de la vida cotidiana. Sin embargo, sabía tanto, lo había leído todo. Leía de noche, y sus amigos se preguntaban si dormía. Le concedieron autoridad y competían por su aprobación, por el cálido resplandor de sus respuestas.


Se había llevado libros de arte de su casa sin decírselo a su madre, los guardaba debajo de la cama y disfrutaba estudiándolos en secreto: el llameante cabello naranja de las mujeres de Degas, la ferocidad de sus líneas negras, la sublime modernidad de un encuadre que corta las figuras, los ángulos rasgados de los codos, sus composiciones que atravesaban espacios vacíos. Era desgarrador, humillante, pasar de aquello a sus estúpidos esfuerzos. Y, sin embargo, el roce de la plumilla en la cera negra le parecía tan íntimo como el respirar y llenaba la habitación. Volvía a la irresponsable concentración de su infancia, cuando se acostaba boca abajo en el suelo de su habitación y se inventaba todo un universo alternativo, una isla con montañas, una ciudad con su propia historia y fragmentos de un lenguaje ficticio. Todavía recordaba letras de su alfabeto secreto.


Ya de niña había adquirido la costumbre de pensar en sus cosas mientras su madre hablaba, sin seguir sus palabras, dejando sólo que su tono la envolviese, familiar y reconfortante como una manta.


Su mujer parecía dos personas distintas, según se encontraban en movimiento o en reposo. Cuando estaba a solas con él, sumida en sus pensamientos –su boca oscura y alargada, con un hueco pronunciado bajo el labio inferior, cerrado por discreción o incertidumbre, como si se guardara algo–, era atractiva, insondable. Pero en compañía de otras personas hablaba con demasiado entusiasmo y agitaba las manos con esa torpeza tan típica de las inglesas cultas de su clase y de su generación.


El matrimonio simplemente significaba aferrarse al otro durante la sucesión de metamorfosis. O no conseguirlo.


Christine y Alex estaban sentados en la sala en penumbra, la misma donde unos meses antes ella le había dado la noticia de la muerte de Zachary. Distanciados, pero con naturalidad, Christine ocupaba su butaca de siempre y Alex estaba en el sofá con la cabeza inclinada y las manos apretadas entre las rodillas. Era la primera vez, desde la partida de Alex, que eran capaces de hablar razonablemente y sin recriminaciones o, como ocurría entonces, estar sentados sin hablar. Era otoño y en el interior del piso se notaba la humedad y el olor a hojas enmohecidas.

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