Lectura. «Mi muerte». Lisa Tutle

La narradora de esta fascinante novela es una viuda reciente, una escritora a la deriva. No solo ha perdido a su marido, sino que su musa parece haberla abandonado por completo. Su agente la cita en Edimburgo para que le cuente sobre su próximo libro. ¿Qué le dirá? Enseguida se le ocurre la respuesta: escribirá la biografía de Helen Ralston, más conocida, si cabe, como la modelo del cuadro Circe de W. E. LoganRalston es una novelista y artista por derecho propio, cuyos escritos ya no se imprimen y su cuadro más radical, Mi muerte, se considera demasiado subersivo -incluso malévolo- para ser expuesto en público. A lo largo de los meses siguientes, Ralston se muestra asombrosamente cooperativa, incluso cuando su biógrafa descubre inquietantes resonancias entre la historia de la anciana y la suya propia. ¿De quién es realmente la biografía que está escribiendo?

Una mirada feminista sobre el viejo tema de la musa y el artista. Una inquietante novela de una maestra contemporánea.

(Contraportada)

Cuando se empieza a leer Mi muerte asalta una duda: ¿La enigmática Helen Ralston y el pintor W. E. Logan existieron de verdad? Todo invita a buscar en internet el libro En Troya, de Ralston, y el cuadro Circe, de Logan, para el que ella posó con el objetivo de averiguar más acerca de esa musa inquietante. Porque ese es el tema que Lisa Tuttle aborda en esta nouvelle, el del artista y su inspiración, el de la invisibilización de la mujer creadora. Su protagonista es una escritora bloqueada que proyecta hacer la biografía de Ralston, desentrañar por qué decidió desaparecer. Tuttle, conocida por sus obras de ciencia-ficción y horror, nació en Houston (Texas) hace 72 años, vive en Edimburgo y en 1986 publicó Encyclopaedia of Feminism

(El País)


Textos

Durante el trayecto me dediqué a observar el paisaje lagos y laderas, los árboles, pelados aún por el invierno, tallados contra un mullido cielo gris y en ningún momento dejó mi mano ociosa de moverse en mi regazo, trazando los motivos que creaban las ramas, alisando los contornos de las colinas.

Que dibujar podía ser un medio para no pensar y un parapeto contra los sentimientos era algo que no necesitaba que un psicoterapeuta me confirmara. En otro tiempo me habría entretenido inventando historias, pero desde la muerte de Allan se me escamoteaba esa vía de escape.



Ralston encarnaba a la muchacha forastera, a la joven venida de tierras lejanas que pasaba por las calles grises, húmedas y somrías de Glasgow igual que un viento cálido, transportando una fragancia a especias exóticas con un toque de peligroso misterio. Aseguraba ser medio griega, medio irlandesa, que su madre leía a buenaventura y su padre poseía el don de la clarividencia. De acuerdo con al menos una perpleja compańera de clase, ella misma sufría “ataques” en los que se ponía rígida y empezaba a formular profecías con una voz que manifiestamente no era la suya; luego se mostraba agotada y afirmaba no recordar nada.


-Cómo que por qué París? -repitió despacio- Querida, era 1929. Era artista, americana, sin ataduras, ni tampoco mucho dinero, pero libre…, ¿adónde habrías ido tú?

La miré a los ojos y le devolví la sonrisa.

-A París -convine- De todos los sitios y épocas que me habría gustado ver con mis propios ojos…, París en los años veinte.

-Ya ves. Tú me entiendes.

-Cuénteme.., ¿cómo era? ¿Qué hizo allá? ;Conocía a alguien?

Enarcó las cejas y desvió la mirada.

-¡Cuántas preguntas! Ay, madre. ;Por dónde empezar? -Alargó la mano ligeramente temblorosa para agarrar el vaso de agua.

Esperé hasta que hubo dado otro sorbo insignificante antes de repetir:

-Conocía a alguien en París cuando llegó?

-No. En persona, no. Pero sí conocía algunos nombres, y en aquel entonces no era complicado integrarse en la pandilla de los extranjeros. Se reunían siempre en determinados cafés y hoteles. Y siendo una mujer joven, sin compañía y razonablemente atractiva fue fácil entablar nuevas amistades.



Durante la hora siguiente Helen Ralston me deleitó y extasió con montones de anécdotas de sus años parisinos. Soltaba nombres a troche y moche. Casi no me creía mi buena estrella, que estuviera sentada en la misma habitación y hablando con alguien que había participado en varios de los famosos salones de Gertrude Stein. Tanto Picasso como Hemingway eran en aquel entonces demasiado grandes como para codearse con ellos -decía Helen- pero se los cruzaba por ahí de vez en cuando. Y era amiga de Djuna Barnes y de Man Ray y Marcel Duchamp y Brancusi, y de Caresse y Harry Crosby, Anais Nin y Henry Miller, y había tomado el té con Sylvia Beach y James Joyce y su Nora…, una profusión de nombres evocadores.


La entrevista -mi única entrevista con Helen- no transcurrió exactamente como ella la describía. Para empezar, el ictus la había dejado más impedida de lo que su narración daba a entender, y la conversación que mantuvimos fue penosamente repetitiva, lenta y circular. Sí que hizo alusión a varios nombres célebres, gente que había conocido en París y en Londres en la década de los treinta, pero las anécdotas tendían a apagarse más que a llegar a una conclusión, y unas se confundían con otras, de suerte que un incidente acaecido en el París de entreguerras derivaba de buenas a primeras en algo que le había pasado en el Londres de posguerra. Sentí lástima y bastante frustración al darme cuenta de que Helen Ralston no iba a proporcionarme mucha información de primera mano para mi libro.

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