
María Moliner, artífice del diccionario único: Andrés Neuman celebra su pasión en una biografía novelada
‘Hasta que empieza a brillar’ se sumerge en la peripecia de una mujer que hizo historia con dos volúmenes en los que explicaba de forma accesible el significado de todas las palabras del castellano. Más información: Google mejora su español: incorpora el diccionario de la RAE a su buscador y a su teclado
Textos
¿Cómo podrían transformarse tanto las palabras, dependiendo de si salían de la boca o la mano? Cuando las decían, no llegaba a atraparlas del todo. La corriente del habla se las llevaba enseguida. Cuando las anotaba, en cambio, María era capaz de saborear cada sonido. Escribía por ejemplo piedra. Se quedó mirándola en el papel. Y se imaginaba su forma, su color, su textura, hasta que empezaba a brillar.
María organizó los talleres de lectura y consolidó las clases de Lengua. Aunque lo consultaba a diario, a veces echaba en falta un diccionario más claro y cálido que el académico. Sus definiciones desconcertaban a sus estudiantes, obligados a ir de una palabra a otra, hasta enredarse en una maraña que desvirtuaba el sentido de la búsqueda. Acostumbrada a analizarlo desde sus tiempos en el Estudio de Filología, cuando leía páginas enteras como si de una novela se tratase, aquel monumental volumen le inspiraba una mezcla de reverencia e irritación. Parecía escrito para gente que en realidad no lo necesitaba.
A la mañana siguiente, con la resaca en el paladar y el café hirviendo en el fuego, les llegaron los ecos todavía remotos, vagamente irreales, de esa sublevación militar en Ceuta y Melilla que empezaba a replicarse en distintos puntos, extendiéndose como una infección por un cuerpo dormido.
El invierno parecía una opinión. A medida que avanzaba el frío, mucha gente con la que habían colaborado —incluidos los equipos de la Escuela Cossío y la Institución Libre de Enseñanza— recibía sanciones de diversa gravedad dependiendo de sus antecedentes políticos o, en ocasiones, de insondables contactos con la dictadura. Ella aguardaba con ansiedad el veredicto. Fernando, con resignación.
Una tarde cualquiera, sola en casa, mientras hojeaba a una joven novelista, se detuvo para hacer una consulta. Abró el diccionario de la Real Academia, localizó el vocabulario, comprobó que ninguna de las definiciones la convención. Y, casi sin pensarlo, las enmendó a su gusto con un lápiz. Repasó en voz alta el resultado. Asintió satisfecha. Y cerró el volumen sólido.
Entre las poquitas certezas que a su edad le iban quedando, una era justo esa: los vínculos entre ética y precisión verbal. Alguna gente escribía, pero todo el mundo hablaba. Hablar era la obra. Nuestra obra. Una radicalmente colectiva, al margen de quién tomase la palabra. Igual que un diccionario.
En la mesa del comedor: encima y debajo. En cada hueco libre de la cocina. En estantes, armarios y cajones. En el baño, nunca muy lejos del retiro por razones estratégicas. En los apoyabrazos del sofá. En cajas, por qué no, a los pies de las puertas: les servían de freno. En cualquier parte, en todas, María almacenaba fichas. A menudo ni siquiera recordaba haberlas dejado ahí. Su aparente reproducción espontánea le parecía un misterio. Descubrió más de una entre las sábanas, como si ella misma las hubiera parido en camisón.
