
Textos
La mesa la pusieron en mitad de la nada, en un lugar de paso, sin ventanas. Sonaba un ronroneo constante, quién sabe de qué aparato o cosa. Dejé el bolso y la carpeta encima de la mesa, el chaquetón en el respaldo de la silla y me senté a esperar tal como me había indicado el ordenanza. Allí en medio, entre sombras, solo se oía el ronroneo, nada más, y sus mínimas variaciones cada pocos segundos, como un cuerpo asfixiado cogiendo a duras penas bocanadas de aire. Frente a mí, la pared color crema; a la izquierda, el recodo que llevaba a los despachos; a la derecha, la puerta doble con ojos de buey por la que yo acababa de entrar. Era una mañana fría de invierno, apenas había amanecido, la luz me hizo pensar en la textura porosa de la cera. Tuve la sensación de haberme colado en un edificio vacío. De estar ocupando ese sitio por error.
Otras veces la impresora fallaba, entonces tocaba abrir y cerrar bandejas, mover palancas, comprobar que no hubiera papeles atascados, desenchufar el aparato y volver a enchufarlo. El único que verdaderamente entendía a la máquina era José Joaquín. Hablaba con ella con el mismo tono que utilizaba conmigo, algo a medias entre el paternalismo y la guasa. ¿Qué te pasa a ti, criatura?, le decía, mira que te gusta dar la nota, vámonos que nos vamos. Una vez sacó de entre sus tripas un folio arrugadísimo, por fortuna ilegible, que me pertenecía, y me lo entregó victorioso, haciendo pinza con los dedos, como si acabara de extraer el fastidioso apéndice de un cuerpo vivo.
Realizar era mejor que hacer y recepcionar mejor que recibir. Los problemas eran problemáticas; las personas, sujetos. Indicar era mejor que poner, cumplimentar mejor que rellenar. Los informes se emitían, de las reuniones emanaban decisiones. Los informes comenzaban siempre con un relato de los antecedentes, que se repetían al comienzo de cada apartado; cuanto más se repetían –o todavía mejor, se reiteraban–, más largo era el informe y, por tanto, más riguroso. Con el fin de no reiterar palabras sin ton ni son, se usaban las expresiones el mismo y la misma. Implementar era mejor que poner en marcha y los cambios se denominaban –no llamaban– transformaciones.
Cuando empecé a abandonar mis funciones y a redactar los informes de cualquier modo, solo para acabar cuanto antes, sin prestar atención a la exactitud de los datos, ni a la precisión del lenguaje, ni a los formatos tipográficos, ni a las incongruencias ni a nada, hice un descubrimiento terrible: nadie apreciaba las diferencias.
