Una apasionante novela biográfica que recorre todo un siglo a partir de la memoria familiar.
En 1967, poco antes del nacimiento de Agustín Fernández Mallo, su padre, un hombre nacido un pequeño pueblo leonés, veterinario de profesión y firme creyente en la ciencia y el progreso, se embarcó en un viaje pionero por Estados Unidos con el objetivo de traer una veintena de vacas en un avión hasta Galicia. Casi medio siglo después, será el escritor quien realice su propio periplo por tierras americanas, tratando de reconstruir los pasos de su progenitor antes de que éste pierda la memoria.
Madre de corazón atómico recorre un siglo de Historia de España a través de una red de historias y leyendas familiares, de gente anónima que ha vivido la guerra civil, la posguerra, la democracia y el cambio de siglo. Como afirma el narrador, «la vida escribe la ficción que nosotros jamás nos atreveremos a escribir».
Estamos ante la novela más impactante del mejor Agustín Fernández Mallo, su libro más personal y, a la vez, más universal, una narración que aborda la condición humana al completo y que propone entender la muerte no como el final de un camino, sino como un principio, la última lección de vida de un ser querido.
(Contraportada)
Textos
Se me aparece una imagen: mi padre todavía vive y me dice, «coge esos arándanos, pero no comas demasiados, es un fruto que tiene mucho ácido benzoico, incluso puede envenenar a gatos como tú»
Observé, al otro lado del océano, su montón de papeles, su agenda negra, la silla de madera de cerezo en la que en mi adolescencia yo me había sentado a aporrear su máquina de escribir. También solitarios objetos que la imagen no resuelve pero que incluso en el mayor de las penumbras y en el mayor de los pixelados yo podría identificar —lo que demuestra que hay cosas que solamente una persona puede narrar, y que ahí radica la superioridad de la memoria sobre la Historia—. Allí estaba la grapadora que parece un pato, el bote de lápices hecho con un cuerno de vaca vaciado, la funda de color negro de una pequeña cámara de fotos o la libreta de tapas de piel en la que en esos últimos años él no paraba de anotar ideas que ya nadie entendía; y el respaldo de la silla, que culmina en un racimo de frutas imaginarias talladas en la misma madera —siempre me ha llamado la atención lo mal que la madera imita a las frutas a pesar de que ambas proceden de un mismo lugar, de una misma semilla—.
Habitación 405, me senté en la cama de al lado. Su rostro, del que ahora sólo veía el perfil mineralizado, era de nueva la cara oculta de la luna, por momentos más y más oculta y sin embargo circundada por un resplandor coronario que no hacía sino incrementarse. Me acerqué a la ventana, un poco abierta. Minutos atrás había comprado un café en la cafetería de la planta baja; para que se enfríea lo apoyé en el alféizar exterior. A mi espalda el burbujeo del respirador artificial, la habitación metamorfoseada en pecera, todo esto creo haberlo dicho, pero no que lucía un perfecto sol de febrero y, sin embargo, hacía frío.
El vacío. Algo que de pronto me difícil resulta soportable es el recuerdo del ataque penetrando lentamente en el tubo incinerador, imaginar el cuerpo de mi padre en llamas. Entendiendo que cuando alguien muy cercano muere necesitamos limpiar cuanto antes la casa, abrir ventanas, pintar paredes, regalar su ropa, eliminar todo rastro de la materia que el difunto o la difunta fue hasta quedarnos con un número mínimo de objetos, un mínimo común denominador de enseres que pronto serán las definitivas mercancías afectivas para un futuro. Supongo que la incineración pertenece a ese mecanismo de limpieza en su forma más radical. Ello no impide que visto desde hoy se me aparezca como una práctica simbólica y materialmente violentaísima, diría que incivilizada. A quién se le ocurre quemar un cuerpo humano, apliquele la misma solución que a un animal susceptible de propagar una epidemia. Pero lo cierto es que los muertos claro que propagan una epidemia, la llamamos «recuerdo»; el duelo se asume pero nunca se acaba.
