Lectura: ‘El buen mal’, de Samanta Schweblin

Samanta Schweblin. Foto: Casa de América.

‘El buen mal’: Samanta Schweblin se consolida como una de las grandes cuentistas latinoamericanas

La escritora argentina demuestra en estos seis relatos su extraordinaria habilidad en fusionar lo cotidiano y lo inquietante. Más información: Samanta Schweblin publica ‘El buen mal’:

Origen: ‘El buen mal’: Samanta Schweblin se consolida como una de las grandes cuentistas latinoamericanas


Textos

Salto al agua desde la punta del muelle y me hundo apretándome la nariz. Tras el impacto inicial abro los ojos, me entrego atenta a la caída que va suavizándose, a los tonos nuevos a mi alrededor, más densos y tornasolados. Desciendo, aguanto sin respirar.

(…)

Quizás pase un minuto. Al fin, despacio, toco el suelo mohoso con los pies, como una astronauta aterrizando en la luna. Me suelta la nariz y bajo los brazos, el cuerpo se tensa. Una contracción llega desde los pulmones, es un espasmo, espero un poco más. Tanteo las piedras atadas a mi cintura, el nudo siempre puede deshacerse. Para evitar arrepentirme, inspiro. Lleno el pecho de agua y un frío nuevo y duro se me pega a las costillas. Quiero que esto pase sin dolor. Una decena de burbujas salen por la boca y la nariz y se elevan. Otro espasmo me acalambra y tengo miedo de lo que pueda ocurrir ahora. Suelto el aire que me queda. Me sorprende la sensación líquida donde antes había aire, pero sobre todo me sorprende la lucidez, la serenidad.

(Bienvenida a la comunidad)


Denyse había comenzado a tomar algunas notas sobre la segunda parte de su novela y yo ya había avanzado tres capítulos en la mía. Mi personaje seguía hundido en su calvario. Regresaba de trabajar y la niña ni siquiera le permitía acercarse para darle un beso. A la hora de acostarla solo el padre podía llevarla a la habitación, ponerle el piyama y meterla en la cama. Si la madre osaba asomarse, aunque solo fuera para saludar con un gesto de la mano, la niña se ponía a chillar de pura furia. Los vecinos habían tocado la puerta para ver qué pasaba, y más tarde, angustiados por los gritos que no cesaban, habían llamado a la policía, y ella había tenido que pasar dos horas en la cocina respondiendo a preguntas de un especialista en maltrato infantil.

(William en la ventana)


Mi padre atiende el teléfono. Tiene veintisiete años y, como hace todo el mundo en los noventa, levanta el tubo sin saber quién está llamando. La gente llama y dice soy yo, Carmen, o dice soy de la oficina de correos, o dice buen día, quería confirmar su turno. Pero en la noche, si el teléfono suena y mi padre atiende, nadie responde. Él espera con el tubo en la oreja hasta que se cansa de estar ahí sin hacer nada, o de hacer preguntas en vano, o incluso a veces de putear. Apoya el tubo sobre el aparato y, aunque la clac mecánica da por cerrado el asunto, presente que hay algo más.

(El ojo en la garganta)


Aparecía por la peluquería cada dos semanas. Alguien la interceptaba enseguida y la acompañaba discretamente hasta el fondo del local para que el resto de las clientas no tuvieran que verla ni olerla. La sentaban frente al espejo que hay detrás de las piletas en un banco que se usaba solo para ella, y ahí se quedó, inmóvil, hasta que yo terminaba de atender y me acercaba.

(La mujer de Atlántida)


Se había casado y se había divorciado, había tenido una hija que nos dio su primer sueldo para mudarse a otro continente. Cuando entendió que la hija no volvería, sacó un crédito para un departamento que nunca terminó de convencerla, pero que prometía atarla a la responsabilidad vital de trabajar hasta el último día de su vida. Porque en ese entonces pensaba: Si no es así como la gente se aferra a la vida, ¿cómo siguen adelante? Le habría gustado conocer a alguien en su misma situación para averiguar cómo se las estaba arreglando, pero no era lo suficientemente cercano a nadie para hacerle semejante pregunta.

(El Superior hace una visita)

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