No escribíamos ni por el romanticismo de la vida del escritor –se ha caricaturizado–, ni por el dinero –sería suicida–, ni por la gloria –valor pasado de moda, la época prefería la fama–, ni por el futuro –no había pedido nada–, ni para transformar el mundo –no es el mundo lo que hace falta transformar–, ni para cambiar la vida –nunca cambia–, ni por el compromiso –dejemos eso a los escritores heroicos–, ni tampoco celebrábamos el arte gratuito –que es una ilusión, ya que el arte siempre se paga–. Entonces, ¿por qué? No lo sabíamos; y a lo mejor ahí estaba nuestra respuesta: escribíamos porque no sabíamos nada, escribíamos para decir que ya no sabíamos qué había que hacer en el mundo sino escribir, sin esperanza pero sin resignación fácil, con obstinación, cansancio y alegría, con el único objetivo de acabar lo mejor posible, es decir: con los ojos abiertos: verlo todo, no perderse una, no pestañear, no refugiarse tras los párpados, correr el riesgo de estropearse los ojos a fuerza de querer verlo todo, no como ve un testigo o un profeta, no, sino como desea ver un centinela, el centinela solo y tembloroso de una ciudad miserable y perdida, que escruta, no obstante, la sombra de la que surgirán el resplandor de su muerte y el fin de su ciudad.

Mohamed Mbougar Sarr
(La más recóndita memoria de los hombres)