Lectura: «Orbital», de Samantha Harvey

LIBROS | Crítica de la novela de Samantha Harvey ‘Orbital’, Premio Booker | El Periódico de España

La autora del último Premio Booker no siente la necesidad de contar nada concreto, ni de atarse a una trama convencional

La escritora Samantha Harvey, autora de 'Orbital', último Premio Booker.
La escritora Samantha Harvey, autora de ‘Orbital’, último Premio Booker. / EPE

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Textos

Girando en torno a la Tierra en su nave espacial se sienten tan unidos, y tan solos, que incluso sus pensamientos, sus mitologías íntimas, confluyen a veces. Tienen de vez en cuando los mismos sueños. Sueñan con fractales y esferas azules, y con rostros conocidos abismados en la oscuridad, y con el negro brillante y energético del espacio que azota sus sentidos. El espacio en crudo es una pantera, indómita y primaria; en sus sueños se les aparece merodeando por sus aposentos.


Sienten que el espacio trata de arrebatarles la idea de los días. Les dice: ¿Qué es un día? Ellos insisten en que un día son veinticuatro horas y los equipos de tierra no dejan de recordárselo, pero el espacio les arrebata sus veinticuatro horas para arrojarles, a cambio, dieciséis días con sus respectivas noches. Se aferran a su reloj de veinticuatro horas porque sus cuerpos –pequeños, debilitados y siervos del tiempo– no conocen otra cosa: el dormir, los intestinos, y todo lo que acarrean. Pero la mente se libera de toda atadura al cabo de una semana. La mente se halla en una zona excéntrica, sin días, y surca el horizonte lanzado, vertiginoso, de la Tierra. Están en el día y, de pronto, ven que la noche se les echa encima como la sombra de una nube que avanza rauda sobre un trigal. Cuarenta y cinco minutos después, vuelve el día, como una estampida, sobre el Pacífico. Nada es como creían que era.


Desde la distancia que les ofrece la estación espacial, la humanidad es una criatura que solo sale de noche. La humanidad es la luz de las ciudades y los filamentos iluminados de las carreteras. De día, desaparece. Camuflada a plena luz del día.


Sabe que no lo es, que no es invencible. Pero procede de un linaje que supo colarse por una grieta, por una fisura de la historia, y encontrar una salida cuando todo se venía abajo. Su abuelo, el día de la bomba, se encontró mal y volvió del trabajo y se quedó con el bebé, mientras su abuela iba al mercado. De la abuela no quedaron restos. De la gente que trabajaba en la fábrica de municiones de Nagasaki, donde trabajaba su abuelo y donde habría estado de no haberse encontrado mal ese día, apenas quedó rastro. En Japón todos se encontraban mal en esa época, después de años de guerra. Todos estaban medio muertos de hambre, o habían enfermado de cólera, disentería, malaria o cualquier virus o infección vieja que se agitaba en sus cuerpos sin esperanza de recibir tratamiento: su abuelo hacía tiempo que se encontraba mal por culpa de uno de esos virus y ese fue el primer día que se ausentó del trabajo. ¿Por qué ese día? Si hubiera estado en la fábrica habría muerto. Si no hubiera estado en casa, el bebé no se habría quedado con él en casa; si el bebé –la madre de Chie– hubiera ido ese día al mercado, su breve vida no habría alcanzado su final y Chie no habría conocido existencia después. Su familia se había escurrido de soslayo a través de una grieta del destino.


Se les advirtió sobre lo que iba a ocurrirles como consecuencia de la reiterada exposición a esta Tierra sin soluciones de continuidad. Veréis, les dijeron, su plenitud, la ausencia de fronteras salvo aquellas que separan el mar de la tierra. No veréis los países, solo un orbe indivisible que gira sin cesar y no conoce la posibilidad de la separación, ni, desde luego, la de la guerra. Y os sentiréis arrastrados en dos direcciones al mismo tiempo. Euforia y angustia, éxtasis y depresión, ternura y rabia, esperanza y desesperación. Porque, por supuesto, sabéis que la guerra abunda y que las fronteras son algo por lo que la gente mata y muere. Mientras estéis ahí arriba veréis quizá un pliegue pequeño y distante en la Tierra que os sugiera una cadena montañosa, o quizá una veta que os recuerde a un gran río, pero ahí acaba la cosa. No veréis muros ni barreras, no veréis tribus, ni guerras, ni corrupción, ni ningún motivo para tener miedo.

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