
‘Biografía de X’, la magistral novela de Catherine Lacey que promete convertirse en un clásico contemporáneo.
El nuevo libro de la autora, muy reconocida en Estados Unidos, recuerda a la literatura de Philip Roth y Paul Auster.
Textos
Una noche, aún viva, en Penn Station para coger un tren que iba hacia el norte, le pregunté a un hombre de aspecto serio si tenía hora. Hora tenía, tiempo, sí, pero no espacio, ya que se había exiliado de Estambul hacía años y nunca había tenido el valor de cambiar la hora, y al mirar a aquel desconocido a la cara vi mis propios ojos devolviéndome la mirada, pues yo tampoco era capaz de desgajarme del lugar de mi destierro. Nos despedimos enseguida, pero jamás lo he olvidado.
Yo ya había aceptado la posibilidad de que igual había perdido la cabeza, de que era posible que me equivocara con X, que igual lo único que había hecho había sido dejar la fantasía de un matrimonio estable por la fantasía de una transformación total del personaje, aunque nunca me había sentido tan libre de temores y con tanta claridad en mi vida —la claridad era física, como una vibración en la piel, los pies, la clavícula—. Aún no había sucedido nada, pero en esa nada todo había acontecido.
Mientras nos alejábamos de Greenwood, empecé a ver la huella que ese lugar había dejado en mi mujer y casi oía, de nuevo, aquel tono sombrío que adoptaba su risa cuando surgieron rumores de que había nacido en el Sur. X siempre había impuesto una vara de medir extrema para el amor y la devoción; creía que dos personas que se aman de verdad han de ser capaces de leerse la mente, uno de cada tres pensamientos debía ser para mi esposa, que no debería necesitar la compañía de nadie más y, si en algún momento parecía apartarme de esa visión de lo que era o debía ser el amor, su gesto adoptaba una expresión infantil, un menosprecio de chiquilla, dolida por lo que consideraba un fallo por mi parte. Una historia violenta y una creencia romántica en un amor divino y que todo lo abarca encajaba bien con el lugar en el que se había criado. Ella —una mujer nacida el mismo año que el muro, siempre desconcertada, inquieta, en guerra consigo misma— no podía haber nacido en ninguna otra parte.
La camarera apareció y retiró los cuencos de sopa. Clavé los ojos en la mesa vacía. Estaba en un momento extraño de mi investigación. Llevaba años trabajando, había leído el archivo al completo, había viajado a Montana, Misisipi, en Illinois y en Italia, pero había estado evitando algunas entrevistas importantes y aún no había mirado los papeles del despacho de X, la habitación en la que murió. De hecho, había sido incapaz de entrar, aunque lo había intentado varias veces, había intentado estar allí dentro; para colocar la silla, por lo menos, o, no sé, quitar un poco el polvo o quizá tirar los muebles por la ventana y quemarlos en el jardín… Pero era incapaz. Cuando me reuní con Bertha, ya sabía que no estaba investigando la vida de X para desmentir las falsedades del libro de Theodore Smith y punto, pero aún tenía que aceptar del todo que estaba compilando todos aquellos datos para mi propio libro, un libro que nunca habría elegido escribir de haber sabido, al inicio, dónde me estaba metiendo. La pregunta de Bertha —si mi libro trataba de lo bien que sabía fingir X— me hizo darme cuenta de lo que estaba haciendo, de en qué se había convertido mi vida, y darme cuenta de eso me trajo un duelo nuevo y abrumador.
A veces pasa que llamas a tu mujer para que baje a comer y no baja y subes y llamas a la puerta y no responde y vuelves a llamar y no oyes nada y te vas, te vas hasta mitad de pasillo, luego das media vuelta enfadada por que te ignore y abres la puerta despacio, con miedo a estar cometiendo un error y a que te grite que está trabajando, ¿no ves que está trabajando?, pero no te grita porque yace en el suelo como un buen montón de ropa sucia o una manta que se ha caído de la cama.

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