Mi opinión personal es que lo que yo había escrito nunca había resultado tan bueno como yo quería, o esperaba, que fuera; esa es la razón de que el escritor escriba otro libro. Si uno escribiera un solo libro y resultara ser todo lo que uno esperaba de él, probablemente dejaría de escribir. Pero no es el caso, así que vuelve a intentarlo y empieza a pensar en su obra como una larga sucesión de fracasos. Quiero decir, es lo mejor que pudo hacer, pero ninguna llega a la perfección, que es a lo que aspira, y todo lo que no sea la perfección es un fracaso. Se me pidió que valorara a mis contemporáneos, a Hemingway, Dos Passos, Caldwell y Thomas Wolfe, y dije que no podía, porque creía que ellos, como yo, pensarían que sus obras habían resultado fallidas; y que la única forma que tenía de valorarlos era en términos de la magnificencia de ese fracaso. Así que coloqué a Wolfe en primer lugar, porque fue el que más se esforzó en realizar lo que sabía que no podía conseguir. Me puse a mí mismo en segundo lugar, porque intenté casi tanto como Wolfe lo que no podía hacer. Y puse a Hemingway el último porque se había dado cuenta, muy pronto, de lo que era capaz de hacer y se había atenido siempre a ese patrón. Esta opinión mía no tenía nada que ver con el valor de la obra, sino únicamente con lo que yo llamaría la magnificencia, la grandeza del fracaso.
